Colección «Tal Cual»

Historias de Paula

Antología de Reportajes y Entrevistas

Crónica

“Quiero escalar todas las cumbres al mismo tiempo”, le dice Sebastián Piñera a Claudia Álamo mucho antes de convertirse en Presidente. “Me encantaría andar de la mano por la playa, bailar con alguien. Soy romántica”, confiesa Michelle Bachelet en otra entrevista. Isabel Allende se encarama en su metro cincuenta de estatura y se va a ofrecer de corista al Bim Bam Bum. Juan Andrés Guzmán recorre la devastada Isla Orrego, en Constitución, y escribe la más desgarradora y premiada crónica sobre el terremoto de 2010. Nicanor Parra, Francisco Coloane y Adolfo Couve se revelan en saltimbánquicos diálogos con Claudia Donoso. Lina y Paulina, dos lesbianas chilenas, se casan en Canadá el 2004, y cuentan su historia de amor.
Cada uno de los 45 reportajes y entrevistas de Revista Paula que recoge este libro son piezas de antología. La selección, un privilegiado recorrido por los últimos 45 años de la historia de Chile y sus protagonistas: gente famosa y gente común, vista con ojos de Paula.
“Esta antología permite apreciar cómo la pequeña historia de estos personajes ilumina la gran historia de nuestro país. Y, al mismo tiempo, cómo la gran historia ha entrado en las vidas de cada uno de ellos, cambiándolas para bien o para mal”.
Pablo Simonetti, escritor
“El gran relato que estas entrevistas y reportajes hilvanan es la epidermis dura y frágil, tibia y áspera del país que fuimos, de la gente que hemos sido siempre, y de las personas en que nos estamos convirtiendo”.
Paulina García, actriz
“En todos los géneros periodísticos seleccionados, Paula ha mantenido un estándar elevado y exigente. Esta revista sabe conversar, sabe hacer las preguntas pertinentes e impertinentes, sabe investigar, sabe articular crónicas inolvidables”.
Héctor Soto, columnista
La antología de reportajes y entrevistas de Revista Paula fue ideada para ser publicada por Editorial Catalonia y por el Centro de Investigación y Publicaciones de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales (CIP), con el objeto de rescatar la calidad de este medio nacido en 1967.
Revista Paula y las historias escritas aquí por periodistas y exponentes de varias de sus generaciones, reconstruyen la historia social de medio siglo de vida nacional.
Esta nueva publicación CIP se propone destacar el contenido periodístico original de Revista Paula. Con un estilo inclaudicablemente innovador, la revista ha sabido ser voz de personajes marginales, pero también de los conocidos y poderosos. Paula ha logrado ser una vitrina de las tendencias imperantes en Chile en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Al mismo tiempo, ha sido un espacio donde mostrar fenómenos públicos y conocidos, pero recreados con una fresca mirada.
Esta antología es una invitación a revisitar algunos de los reportajes y entrevistas que mejor encarnan la vida de la que quizá sea la más genuina y revolucionaria revista para mujeres escrita en Chile.

Celebro mi rebeldía
Por Delia Vergara
Septiembre de 2002

La primera revista femenina chilena hecha íntegramente por mujeres profesionales fue Paula y la periodista Delia Vergara, su primera directora. Ella conformó el equipo periodístico de los años fundacionales y le imprimió a Paula el sello que la catapultaría como la revista femenina más leída de Chile

En años en que las mujeres salían al mundo del trabajo, empezaban a vivir libremente su sexualidad y se atrevían a usar hot pants y minifaldas, Paula marcó los tiempos con una pauta que nunca le hizo el quite a los temas controvertidos pero esenciales para las mujeres. “¿Debo tomar la píldora?”, titulaba en portada el primer número de la revista, en 1967, cuando la pastilla era una novedad y aún había voces que consideraban inapropiado su uso. “Las lectoras se identificaron de inmediato”, resume Delia, “porque la revista les habló de sus vidas reales: de sus problemas con el marido, de sus hijos adolescentes, de sus ganas de trabajar, de su lugar en un mundo que estaba cambiando”.

Delia había estudiado Periodismo en la Universidad de Chile, donde descubrió que lo que quería hacer profesionalmente era crear una revista femenina. Luego se perfeccionaría en la Universidad de Columbia, en Estados Unidos. Al volver a Chile, el fotógrafo Roberto Edwards la invitó a formar Paula. “En esos años el periodismo estaba muy alicaído y nosotras nos propusimos convertirnos en la mejor revista. Hacíamos cosas que nadie más hacía y nos comprometimos con un periodismo más personal, más cercano a la literatura, más vivo”, relata hoy

Delia dejó la dirección en 1975. A fines de los 90 retomó su relación con Paula y, desde entonces, ha colaborado escribiendo entrevistas y algunos textos muy personales. Entre ellos, este, que resume su incansable espíritu inconformista. “No soy buena para escribir, pero encontré la manera de hacerlo desde mi propia vida. Todo lo que he escrito es parte de mi pensamiento”, asume.

 Celebro mi rebeldía

Conozco bien mi rebeldía: esa voz interior llena de pasión y certeza que me ha llevado a echar abajo un montón de muros de contención, externos e internos. Ha tenido un gran costo, pero me catapultó desde un mundo parecido a la edad media española a uno mucho más creativo y luminoso.

Este mes celebramos la hazaña de unos tremendos rebeldes, los padres de la patria. Parece extraño ponerlo de esa manera en estos tiempos, cuando la rebeldía está tan desprestigiada. Pero es innegable que ellos eran unos criollos corajudos y voluntariosos que hicieron el quiebre con la suprema autoridad de sus mayores y llevaron triunfalmente adelante la tarea de liberarnos de un reino poderoso, lejano, antiguo, rapaz y tan autoritario como para declarar que el mando le venía de Dios. Me sumo a las celebraciones y, es más, me identifico con los rebeldes. Sé muy bien por lo que tuvieron que pasar.

Mi pequeña historia de rebeldía no hará historia, pero me parece un buen momento para celebrarla y compartirla porque igual me catapultó desde un mundo parecido a la edad media española a uno mucho más creativo y luminoso.

Conozco bien mi rebeldía: sus triunfos y también sus limitaciones. Esa voz interior llena de pasión y certeza que me ha llevado a echar abajo, a gran costo energético, un montón de muros de contención, externos e internos. Rebelde en la casa de mis padres, rebelde dentro del matrimonio, rebelde a la dictadura, a la iglesia, al machismo. En corto, rebelde a la autoridad. La rebeldía orgánica se desgaja en muchas pequeñas transgresiones cotidianas porque veo blanco donde casi todos ven negro y tengo un ojo permanentemente crítico a las normas y convenciones sociales y religiosas, por lo que muy ocasionalmente participo en ellas.

Es pesado ser rebelde. Le llega a una mucho fuego, queda una muy herida, a veces hasta te matan. Y, lo que es feroz, en las luchas libertarias uno puede volverse tan autoritaria como el enemigo. Hay también algo ingenuo, inocente. No podríamos seguir los revolucionarios mandatos internos si fuéramos esclavos del qué dirán. Navegamos muchas veces en situaciones que la mayoría encontraría escandalosas, pero, como seguimos solamente nuestras propias voces, no nos enteramos siquiera de la bulla.

Nada de esto se puede evitar, porque nos dirige un mandato interior ineludible. Si los rebeldes no existiéramos, el mundo probablemente seguiría en la edad de piedra.

HIJA REBELDE

Al igual que los padres de la patria, nací de padres lejanos, fervientes católicos a la española, cuya autoridad para imponer las leyes de la familia les venía directamente de Dios, un Dios severo y aterrante. Recuerdo una vez, bien chica, en que sentí que Dios se me iba a aparecer en la pieza y, llena de terror, le pedí: “Por favor, Dios, por favor no te aparezcas”. No se apareció.

La casa familiar era como un convento. Éramos nueve hermanos y cuatro primos adoptados. No quedaba otra: había que manejarla como una institución. Mis padres criaron a este familión con un sacrificio y una dedicación de santos. Me quedó la impronta de un convento porque allí reinaba un orden compacto y sin salida: no quedaba sino la obediencia o ser cruelmente descalificada o castigada. Mi papá era el emperador coronado, patriarca sin disfraz. Mi mamá gesticulaba una oscura rebeldía, pero quedaba eternamente inexpresada mientras, con finura, orden y eficiencia, cumplía su rol de dueña de casa a cargo de los niños. A pesar de que llegaban guaguas nuevas con gran regularidad, el sexo no existía, era una actividad medio degenerada que ocupaba a otra gente. Las figuras de máxima autoridad que se invitaban a la casa eran obispos y sacerdotes, y se les trataba con santo respeto.

De adolescente me irrumpieron como pústulas unas tremendas batallas con mi papá. Recuerdo el momento en que le perdí el respeto. No fue un proceso acumulativo sino un pequeño incidente revelador el que me lo botó del pedestal. Nos invitó a mi mamá, a mi hermana mayor y a mí a uno de sus viajes de negocios a Nueva York. Debo haber tenido unos 16 años. Llegamos en taxi al hotel y salió a recibirnos un impecable portero. Él lo llamó, le pasó con disimulo unos billetes y le dijo en inglés: “Yo soy el señor Vergara”. El tipo le hizo una venia echándose la plata al bolsillo: “Por supuesto, señor Vergara”, le contestó. A continuación echó una mirada a sus mujeres para constatar que nadie se había percatado de su dudosa maniobra para darse importancia, y se encontró con que yo lo miraba como un cuchillo.

Ahora siento ternura al recordar ese incidente, pero en aquel tiempo fue la gota que rebasó un volcán. No más pillarlo en esa pequeña debilidad y se me cayó entero. De ahí en adelante le vi sólo lo malo, lo feo y lo ridículo. Me convertí en la arquetípica adolescente, la única rebelde de mis hermanos, la odiosa de la familia. Tuvo tremendos costos, porque el enfrentamiento fue prolongado en el tiempo. Él no soltó la presa, había que doblegar “a esta niñita”. En la familia decían, refiriéndose a nuestros enfrentamientos, “Quien te quiere te aporrea”. Visto desde ahora, tenían razón. Él me estaba ofreciendo (a grito pelado) todo el poder de su inteligencia y su cultura al servicio de esas antiquísimas ideas, para que yo pudiera ejercitarme con la misma pasión contra ellas y, con eso, forjar las mías.

El quiebre con la autoridad paterna me dio chipe libre para no hacer caso a las normas de su reino, que me parecían, en su mayoría, ridículas. Estaba hecha para la clandestinidad. Bien chica me di cuenta de cuán lejos se puede llegar en ese camino, sin que nadie se dé cuenta. Mi vida, o la parte más interesante de mi vida, la he hecho fuera del control del patriarca.

Grande ya, me doy cuenta del desconcierto que le producimos los hijos rebeldes a los padres. Nuestra virtud principal no es precisamente desear complacerlos. Es más, usamos unas tremendas anteojeras para eliminarlos del mapa. No nos damos cuenta de lo provocativos que somos al seguir nuestra mente libertaria. Hasta que nos ponen un límite: ahí batallamos con celo religioso porque lo que nos impulsa es de vida o muerte.

El triunfo más importante de soltera fue ir a la universidad, a lo que mi viejo se oponía frontalmente. Ésos eran asuntos de hombres. Sus hijas tenían que casarse y quedarse en sus casas criando niños. No habría sido posible ganarle sin la ayuda de la rebelde encubierta que era mi mamá. Por debajo me pasaba la plata y me tapaba, porque una de las frustraciones de su vida era no haber podido seguir una carrera. Su apoyo me dio la fuerza para vencer ese muro que parecía una montaña.

Ya en la universidad fui impactada por el primer gran amor. Como corresponde a una rebelde, era un hombre casado. Los pretendientes solteros favorecidos por el círculo familiar eran como de la UDI, no lograban interesarme. Y apareció Apolo. Veraneábamos en Algarrobo, y en una noche de luna, durante un asado en el campo, me enamoré locamente. Me cayó la flecha con tal fuerza que quedé ciega al entorno, a los demás comensales y a la esposa, que debe haber estado alarmada. Como hipnotizada, accedí a una cita al día siguiente. Y ahí comenzó una experiencia corta pero extraordinaria. Nos embarcamos en una relación platónica, romántica, dulcísima, que ocurría en los bosques y en las quebradas de Algarrobo. Me sentía iluminada por ese amor. Estaba tan feliz que durante la misa y comunión diaria en la iglesia Santa Teresita, le daba gracias a Dios con todo el corazón por el enamoramiento maravilloso que me consumía. Ni de asomo tenía conciencia de pecado. Le conté mi secreto a algunas amigas, que trataban de convencerme infructuosamente de que andaba en malos pasos. Aproveché un viaje a Santiago para exponerle el caso al que entonces se llamaba “mi director espiritual”, un cura del Opus Dei. Le conté de mi romance con tanto entusiasmo e inocencia, que el cura no dijo nada, ni sí ni no. Me miraba conmovido y sin palabras. No había argumentos para mi pasión. Le doy crédito a ese hombre por no haberme condenado ni despachado con una penitencia. No habría sacado nada. Yo misma me encargué de dar vuelta la página cuando terminó el verano y desapareció el hechizo.

Había otra razón poderosa para no seguir soñando. Durante un momento de plenitud romántica, perdidos en algún bosque, él me había dicho: “Si te casaras conmigo te llevaría a vivir a un campo apartado de todo y de todos, no te compartiría con nadie, serías para mí solo”. Una conocida voz interna me puso en alerta: “¿Cómo? ¿Dejar mis estudios?, ¿vivir todo el día con él, como en una isla desierta?”. Ciertamente el amor no me daría para tanto.

Apolo se esfumó de mi mente cuando cumplí la mayoría de edad. Junto con eso se me fue el Dios de la infancia. Comenzaban los años 60, estudiaba en la Universidad de Chile y ahí Dios no estaba por ninguna parte. Lo que había en grandes cantidades eran rebeldes como yo.

En 1963 obtuve una beca para estudiar Periodismo en Estados Unidos, por supuesto a espaldas de mi papá. Recuerdo un momento premonitorio. Iba en taxi hacia la embajada norteamericana a sacar la visa y, llegando al Parque Forestal, un flash me remeció entera: “Si me voy a estudiar a Estados Unidos seré profesional y adiós para siempre al ideal paternal”. La duda me cogió y no pude entrar a la embajada. Sentí un desaliento. Vi al frente un campo de batalla, gris y amenazador. Sin embargo, a los 23 años es fácil sacudirse de un estado de ánimo. Tenía el pasaje en la cartera y la reserva en el avión para la semana siguiente. Le eché para adelante.

Mi papá me fue a dejar al aeropuerto y cuando se despedía con un abrazo me lanzó una última bomba: “Pierdo a una hija”, me dijo. Me subí al avión sollozando y tengo el recuerdo de que lloré hasta Miami. La pena se me olvidó al día siguiente, enfrentada a estudiar en inglés, en un ambiente fieramente competitivo, donde la seguridad de ser una joven de la sociedad santiaguina no me servía para nada. A los pocos meses recibí una carta de él, como si toda nuestra larga lucha no hubiera acontecido jamás. Era puro apoyo. Me di cuenta de que había ganado la batalla y no había perdido a mi papá.

REBELDE AL MATRIMONIO

Estudiar en Nueva York en el tiempo de Los Beatles, los Kennedy y Bob Dylan me dejó las ideas revolucionadas. Sin embargo, a los pocos meses de volver a Chile me casé de blanco y por la Iglesia. Con los dedos cruzados, porque una semana antes de la ceremonia me arrepentí completamente. Tuve una negra premonición diez veces peor que la del Parque Forestal. Mi futuro marido me convenció con facilidad. Me invitó a bailar a un lugar llamado La Posada del Corregidor, tan oscuro que se entraba con linterna. Allí se tomaba vino caliente con naranja y se atracaba sin límite ni prudencia. Entre besos y bailes ardorosos yo le exponía mis escuetos argumentos: “No quiero casarme”. “¿Por qué?”. “Porque estoy segura de que no quiero casarme”. Me parecía un razonamiento irrefutable. Él estaba seguro de lo contrario, entonces me aplicaba la ternura, me trataba como a una niña que tenía miedo, y esgrimió un argumento definitivo: “Si no nos casamos, ¿qué vamos a hacer con los más de 500 regalos que nos han llegado?”.

Durante toda la ceremonia tuve una experiencia fuera del cuerpo. Vi cómo me casaba desde el techo de la iglesia, como si me hubiera muerto.

Fue mi primer y último matrimonio. Nunca ningún otro amor fue capaz de convencerme.

La posición de mujer soltera con hijos (mi ex marido me pidió la nulidad), autosustentada e independiente, ha tenido sólo ventajas para mí en la relación con los hombres. En otras palabras, gracias a eso me he podido enamorar. Ir y venir de la situación amorosa, mantenerla siempre puertas afuera, me ha permitido sortear los más grandes peligros. El amor puertas afuera me ha parecido más romántico y entretenido, porque tiene más riesgos. No se muere la seducción ni el erotismo. Es legal escaparse en los momentos malos y reponerse en soledad. Otro aspecto que me sirvió mucho fue vivir los inevitables amoríos al margen de la pareja en el tiempo propio, sin introducir ruidos en la relación.

El matrimonio nuclear hasta que la muerte nos separe es letal para las mujeres como yo. La viga maestra de esa estructura ha sido, desde milenios, la jefatura del hombre. Aceptemos o no ese error garrafal, igual lo llevamos en el inconsciente. Mientras estuve casada me tocó padecerlo impotente y enrabiada. Todavía me subleva cuando me toca presenciarlo. Recuerdo, grande ya, una vez que fui invitada al campo con un matrimonio amigo nada de conservador. Mientras los hombres se dedicaban a las cosas del campo, mi amiga y yo partimos a bañarnos al río. No llevábamos traje de baño, así es que nadamos desnudas, en un paisaje idílico y solitario. Estábamos tomando sol en el mejor de los mundos cuando se oyó un rugido detrás de unas matas. Pensé que era un toro embravecido, pero el que apareció fue el marido de mi amiga. La retó a gritos, como a una niña chica, hasta que se le acabó el aliento porque ¡se estaba bañando desnuda! Al principio creí que era una broma pero apenas me di cuenta de que era en serio me vino un ataque de risa nerviosísima. No me podía controlar. El marido se fue gruñendo y yo seguía con la risa hasta que vi a mi amiga llorando. Esa noche, sola en la pieza de alojados, con el corazón apesadumbrado por ella, que no podía recuperarse de la humillación, di gracias a Dios por la rebelde que soy.

REBELDE A LA DICTADURA

En el ámbito social me tocó vivir y activamente trabajar en el apogeo de la rebeldía, a fines de los 60 y comienzo de los 70. Era como vivir en El Dorado. Nunca antes y nunca después los rebeldes fuimos mayoría, tuvimos poder y estuvimos de moda. Todo estaba permitido y fuimos felices derribando antigüedades, con las mejores intenciones imaginables porque conducíamos a nuestra sociedad a una vida más justa y feliz. No nos dimos cuenta de que dejábamos la tendalada y, finalmente, no logramos construir nada sustentable.

Luego me tocó sufrir la resaca, el tiempo en que el poder de la autoridad era incontestable y despiadado. Ahí me coloqué en la primera fila del combate, luchando por los Derechos Humanos desde un programa radial que creé y dirigí: El diario de Cooperativa.

A fines de los 70 el gobierno militar empezó a relajar la mano de la represión y la historia se puso más política. Lo que correspondía era debilitar al Gobierno para conseguir la democracia. En ese ambiente empecé a sentirme paulatinamente más incómoda y sin energía para batallar. La lucha política no es lo mío, de eso me di cuenta en uno de esos flashes de conciencia que tantas veces me han hecho cambiar el curso de la vida. Estaba en el escritorio de mi oficina leyendo un informe económico claramente favorable al gobierno militar y pensé: “Esto se guarda en el cajón”. Entonces, en el acto de hacerlo, me di cuenta de que estaba, literalmente, escondiendo información: un acto repulsivo para mi ética de periodista. Me quedó claro que me encontraba en una estrecha trinchera de la que tarde o temprano debía liberarme.

Me sentí cansada de batallar, abrí los ojos a la esterilidad de la violencia, me aburrí de echarles la culpa a los otros. Una vez que dejé la radio hice un viraje en redondo y entré en mi interior. “Lo que es afuera es adentro”, oí por ahí, y le di prioridad a ese enfoque.

CAMINOS

Fue determinante sentirme aprisionada en una trinchera. Esto de pertenecer al bando de los buenos y tener que negarle la sal y el agua a los otros me pareció por primera vez una visión tuerta y muy limitada de la realidad.

Hace pocos años ocurrió un acercamiento prodigioso con mi mamá y mis hermanas. Compartir con ellas, mujeres muy distintas a mí, me ha llevado a experimentar una verdad que la sabiduría pregona desde tiempos inmemoriales: todos los caminos son válidos y necesarios para que el mundo avance sin detenerse ni desbocarse. Y otra verdad: todos los caminos son igualmente difíciles.

Una de las dificultades de la rebeldía es que gastas una gran energía en batallar con el entorno, o en sentirte perseguida o culpable. Parece que los rebeldes no supiéramos o no pudiéramos tomarnos la libertad simple y alegremente. En vez, pasamos a descalificar en bulto “al sistema” y a todas las personas que lo practican. Es como una nueva adolescencia, menos sustentable porque ya eres grande e inevitablemente ves más allá de eso.

Es difícil también inventarse una vida nueva. Durante mis pataletas he tenido a flor de labios el reclamo: “¡Nadie me enseñó a vivir!”. Cuando vuelvo a mi centro reconozco que nadie me enseñó a vivir de la manera en que a mí me gusta, porque la escuela de mis padres era clarita y tenía respuestas para todo.

“La rebeldía es la adolescencia de la libertad”, me dijo la astró- loga Elia Parada en un momento de confusión. Era exactamente lo que necesitaba oír para desempantanarme. Esa frase todavía canta en mis oídos, es como una varita mágica.

Aprender a ser libre a porrazos es lo único que realmente sirve. Si no, te quedas en el suelo haciéndote la víctima. Mi experiencia es que la creatividad te saca siempre adelante.

“Caminante no hay caminos, se hace camino al andar” es el nombre de la historia. Sin embargo, lo que en la voz de Machado y Serrat suena divino, en nuestras pequeñas existencias se vive a menudo como un laberinto. Hay mil caminos, todos desconocidos. Uno se enfrenta con un arco iris de posibilidades, pero cuesta elegir. Y, como telón de fondo, siempre acechándote, esa autorruta de cuatro pistas que dejaste atrás.

En lo que a libertad se refiere, el más fértil (y el más difícil) de los caminos elegidos ha sido dar la lucha en el interior, lo que significa, en un nivel, enfrentarte a mí misma descarnadamente. Con ayuda es posible hacerlo. En esos andares he descubierto a torturadores peligrosísimos, capaces de dejarte encarcelada y maniatada de por vida si no los enfrentas: el miedo y la culpa. Esos oscuros sentimientos tienen la particularidad de operar como tentáculos que se pegan a la otra gente para alimentarse de su energía. Es su despiadada forma de encarcelarnos.

A esos estoy dedicada ahora. Son unos demonios de dimensiones metafísicas que me cuesta muchísimo aplacar, porque no se les puede dar una batalla frontal. Es preciso un trabajo silencioso, de conocimiento, observación, paciencia y, sobre todo, de fe.

Si logro liberarme de ellos, aunque sea una experiencia pasajera, literalmente me salen alas. Y, entonces, el sueño de la libertad se hace mágicamente realidad.

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