Colección «Tal Cual»

Llora, corazón

El latido de la canción cebolla

Crónica

Teatros repletos, giras por el país y, en algunos casos, aplausos extranjeros no fueron suficientes para que varios boleristas populares chilenos tuvieran en los años cincuenta y sesenta el reconocimiento merecido. Su éxito era prueba viva de un fenómeno, pero de éste casi no quedan registros. Impecables como intérpretes, su repertorio romántico destemplado —con citas a la muerte, la consolación de bar y la desesperanza a la que puede arrastrarnos una pasión— les granjeó el afecto sincero de su audiencia, mas nunca el orgullo oficial ni la consideración de los especialistas.
Se les llamó, con desprecio, «cebolleros». Cantantes como Ramón Aguilera, Rosamel Araya, Luis Alberto Martínez, Lucho Barrios y Jorge Farías debieron cargar durante gran parte de su trayectoria con un mote que los alejó de los medios y de la industria, y que además pasó por alto el entusiasmo de su audiencia y el enorme valor de su cuidado estilo en la interpretación de boleros y valses peruanos. Fue como si su canto quedase relegado al disfrute privado, casi en secreto; a resguardo de prejuicios instalados sobre melodrama, cursilería y el límite de la expresión sentimental en público.
Llora, corazón sigue la historia de esos muchos cantores apasionados, que acompañaron el ritmo sentimental del Chile de la segunda mitad del siglo XX, y cuyas grabaciones han influido profundamente la canción popular local hasta hoy. Este recorrido de crónica periodística, el primero que merece el género, retrata una intimidad de esforzado compromiso con la música, ajeno a los complejos de clase sobre buen y mal gusto, y cómplice del entusiasmo transversal al reconocerlo y cantarlo.

Marisol García

Periodista. Se ha especializado en la crónica e investigación sobre música popular y canción chilena. Su libro Canción valiente. 1960-1989. Canto social y político en Chile ganó el Premio Municipal a la mejor investigación periodística de 2013. Ha estado a cargo de la edición de libros sobre los músicos Osvaldo Gitano Rodríguez, Los Jaivas, Panteras Negras y la compilación de entrevistas Violeta Parra en sus palabras (2017). Es colaboradora independiente de diversos medios. Coedita el sitio enciclopédico MusicaPopular.cl y es parte del equipo que anualmente organiza el Festival IN-EDIT, sobre cine y documental musical.

No te preocupes

si sonreímos con tus versos dolientes
y nos sentimos hoy por hoy superiores.

Tarde o temprano
vamos a hacerte compañía.

– JOSÉ EMILIO PACHECO

Acogemos con anhelado alivio la ofrenda de empatía que década tras década, siglo tras siglo, persiste en prometernos la canción de amor. Pero a la maraña en la que suele convertirse la pasión de a dos, prontamente su dádiva se le revela engañosa.

Es nuestra culpa persistir en el voto de confianza, sabiendo que jamás una ilusión ajena podrá tenderle un lazo seguro a la nuestra, ni hay cómo dar con la síntesis de una experiencia que es esencial confusión. El ubicuo canto romántico latinoamericano en verdad pocas veces ha sido el saludo feliz al encuentro, sino más bien el recuerdo de la estela espesa y larga del desengaño.

Yo no sé si te odiaba o te quería:
el olvido triunfó sobre el recuerdo.
No me acuerdo si fuiste una vez mía;
si una vez te besé, ya no me acuerdo.

El desorientado de esos versos es el mexicano Agustín Lara, autor mayor del retumbe pasional hecho canción.

Y si él no entiende, quién.

Es un mareo enamorarse. Nada hay en ello de predecible, gentil ni ordenado. Las canciones «románticas» —y son tantas— no pueden ocuparse del vaivén azaroso de la atracción, el deseo y el abandono. Quien le canta al amor será más convincente si asume que interpreta un imposible.

Tampoco hay pautas sobre qué resulta o no adecuado al describir sentimientos, y por eso las canciones de amor se disparan tan cerca o tan lejos como llegue la honestidad de su intérprete. Junto a los baladistas en serie que la industria musical modela, produce y entrega a las radios, persisten quienes creen que no debe haber orden ni moderación cuando el idioma es el arrebato. Son cantores sin cálculo, que suelen quedar del lado menos lucrativo pero más entrañable del negocio.

Hay —como amantes— canciones románticas medidas y cobardes. Una gruesa tajada del negocio musical se afirma con la producción en banda de baladas sonsas que han maleducado a generaciones. Son réplicas de historias sin referencia empírica, carentes de detalles, indistinguibles entre sí, sostenidas en una fórmula de sólo aparente desborde sentimental.
Peor que el cliché: son el desgaste.

Desde la justa suspicacia hacia ese romanticismo aséptico, el desborde de la canción sentimentalista —melodramática, «cortavenas»… cebollenta— es por eso una expresión de rebeldía, que merece un trato considerado en el relato sobre música popular y sus claves sociales. Acoge historias y significados vastos, elocuentes de marcas culturales, y no ha necesitado de la atención oficial para cruzar, indemne, generaciones. Su latido poderoso sostiene el pulso de un sentimiento colectivo que no repara en los brillos de las modas ni la venia de los analistas.

La llamada «canción cebolla» brotó en Chile hace más de medio siglo, al mismo tiempo que el éxito de algunos boleristas nacionales le mostraba al continente un canto de técnica impecable y seductora presencia escénica; a veces, correcto hasta la contención.

Lucho Gatica y Antonio Prieto son los nombres célebres de una época musical que volvió elegante la medida. Muchas de las canciones en castellano más exitosas de los años cincuenta y sesenta tenían el cuidado de mantenerse dentro de cauces adecuados, predispuestos por un tácito acuerdo social que juzga con dureza el desborde de quien accede a compartir un rincón de aquello ubicado en el así llamado mundo interior.

Quienes, en cambio, optaron en esos mismos años por subvertir aquel mandato conocieron la discriminación y un impacto limitado por razones que no conseguían comprender. La desproporción entre una gran convocatoria en conciertos y, por ejemplo, el bajo interés de las radios por sus grabaciones era sólo uno de los muchos desajustes que enfrentaron intérpretes como Ramón Aguilera o Jorge Farías, dos portentos del canto popular chileno que murieron sin quizás llegar a captar por completo la pauta de prejuicios, clasismo y complejos que desde las sombras comandaba sus chances de proyección.

En la misma perplejidad podría uno ubicar a casi todos los músicos mencionados en este libro, de Luis Alberto Martínez a Los Golpes, de Los Hermanos Arriagada a Lucho Oliva, de Lorenzo Valderrama a Zalo Reyes.

«Durante un siglo o más el sentimentalismo ha sido el pecado estético capital —advierte Carl Wilson—. Decir que una obra de arte es sentimental es como condenarla. Ser sentimental es ser kitsch, ridículo, exagerado, manipulador, autoindulgente, hipócrita, barato y cliché».
Bajo un determinado corsé cultural o de clase, para la canción de amor no hay salida: la honestidad de su expresión es, a la vez, su condena.

Este libro partió como un intento de homenaje a aquellos valientes que alguna vez en Chile decidieron articular canto y sentimiento hasta llegar a incomodar a los biempensantes, todos esos tibios que creen que la emoción puede ajustarse a modales.

Los llamaron cebolleros. El cruce a los medios les fue restringido, se simplificó la descripción de su estilo, y del evidente fervor de su audiencia pasaron de largo los encargados de amplificarlo. Era una dinámica peculiar entre cantor y público a la que no se quiso comprender.

Aplicados en sus grabaciones y leales con sus seguidores, los intérpretes de boleros, valses peruanos, rancheras y baladas a los que saluda esta investigación consiguieron convertirse en figuras afirmadas en un estilo de asombrosa identidad. Más allá de la carga herida en las letras de su cancionero, quedan en sus discos rasgos que los distinguen incluso de modo póstumo, aun más que a contemporáneos suyos que en vida los aventajaron en prestigio y en ventas.

Por ese camino de símbolos fue inevitable hacer avanzar nuestro trabajo. El primero, por supuesto, es el de la cebolla como imagen que contiene la idea de llanto y de hogar, de recuerdos y de pobreza. Son características del canto cebolla la impudicia de su revelación íntima, su enfrentamiento con la fatalidad, su temor al abandono y deleite en la pasión, su conciencia de clase, su idea de maldad y del valor de la súplica. Y aunque del arraigo popular de todos estos rasgos no quepan dudas, se trata de una definición excluida hasta ahora del gran relato sobre la cultura chilena.

Tal como el cantor de protesta, el cantor romántico es un vocero de inquietudes colectivas, en las que podría encontrarse incluso una significación política, por qué no. Detallamos en el libro ocasiones en que sectores de la izquierda chilena alertaron con severidad del potencial alienante de un tipo de expresión que se consideró distractora y descomprometida con los procesos en marcha; y, a la vez, cómo la conciencia de ese prejuicio envalentonó a sus intérpretes para defender a los de su clase.

Guste o no, es una parte importante de Chile la que está contenida en las canciones de amor de conexión popular. La cultura cebolla ha llenado espacios que ni la ideología ni la oferta de consumo han podido satisfacer o convertir a su causa.Resiste.

Los músicos entrevistados o reseñados en este libro no se sienten cómodos con aplicarle a su música la definición de cebolla. Se entiende: el término surgió como una descripción superficial (hay detalles de las posibles circunstancias de ese bautizo en la página 134) más tarde asentada sobre un indisimulado desprecio.

Si este libro se ocupa de lo cebolla no es, sin embargo, para reforzar esa sospecha, sino para analizar el género al fin en su mérito, en aquello que le resulta distintivo y puede erigirlo como una división estética particular, lejos de la canción amigable a los grandes medios y a las cálculos de la industria. Lo hacemos convencidos de que en intérpretes como Luis Alberto Martínez, Palmenia Pizarro y Zalo Reyes, por ejemplo, no calzan las definiciones habituales en la balada; y que en Ramón Aguilera, Rosamel Araya y Jorge Farías hubo pistas fiables de idiosincrasia colectiva, por mucho que la prensa de espectáculos haya minimizado sus conquistas.

Más que un género musical, la cebolla ha sido en Chile una sensibilidad, y los prejuicios que ha enfrentado son por lo demás los esperables en nuestro atávico clasismo. Su vigencia, sin embargo, tiene hoy en músicos como Mon Laferte y Los Vásquez pruebas de imbatible poderío.

La cebolla es el canto de historias que sólo parecen privadas, como secretos compartidos entre dos que en realidad nunca lo son. Amores que se ensalzan mientras más duelen y peor resultan. Su expresión de lo romántico ha asistido a otras muchas expresiones creativas y colectivas; en el cine, novelas, fotonovelas y poesías, fiestas temáticas y para qué hablar de las teleseries.

El canto como escape, como reivindicación, como pausa a las prisas urbanas para ejercer el derecho a nostalgia y a una épica privada. El sentimentalismo es entonces resistencia a la asepsia contemporánea, a la rutina laboral; al orden saludable, trivial, narcotizado, redituable, zombi.

«Querer vivir como si la vida fuera un bolero puede conducirnos a la locura o a la cirrosis —pondera Enrique Serna— pero un destino peor le espera a la gente sensata, sobria, enemiga de los desfiguros, que rige su vida por el principio de evitar riesgos, y que por miedo a perder la compostura ni siquiera conoce el sabor de sus penas».

Entrevistas personales, acceso a archivos de prensa y a ensayos relacionados con el tema—porque sobre gusto hay mucho escrito— complementaron la búsqueda y escucha de canciones que definieron las ideas para este libro.
Los protagonistas de este relato no han sido los más famosos en el canto chileno. Muchos de ellos han muerto. De sus trayectorias apenas quedó registro en la prensa de su tiempo.

Si su arraigo desconcierta, es porque es ajeno a los códigos de éxito a los que nos acostumbró la industria en la segunda mitad del siglo XX, con colapsos nerviosos de un lado y millonarios inalcanzables del otro. Pese a haber conseguido marcas contundentes (llenos en el Teatro Caupolicán, ventas significativas, tope de listas), casi no quedan registro de estas en soportes de eventual consulta, y la revisión de música popular de esa época no ha parecido hasta ahora preocupada en buscarlos. El avance del cebollismo debe medirse, entonces, sobre todo desde la admiración y el testimonio.

Es una historia que quedaría coja si no considerase también a su audiencia, con la cual los cantores mantienen un afecto de rara autenticidad, sin mediadores ni barreras, por fuera de chillidos e imposturas. El intérprete cebolla se siente vehículo de un sentir colectivo, casi nunca puramente autobiográfico. Lucho Barrios hablaba de sí mismo como un actor que no tiene por qué identificar su vida privada con el personaje que interpreta:

—No por cada tema que canto voy a tener un desengaño.

Al intentar comprender lo que la canción sentimental chilena ha cobijado enfrentamos también nuestros propios prejuicios, y los límites que inconscientemente le hemos fijado al gusto.

La relación que como oyentes latinoamericanos fijamos con lo cursi, los clichés amorosos y las hipérboles sentimentales revela inevitablemente algo de nuestra experiencia, al ser todo ello —queramos reconocerlo o no— parte de nuestra educación sentimental. Si este libro consigue contagiar una admiración sincera hacia los próceres del canto popular chileno, e incluso hacia códigos denostados por décadas en su probable desmesuraesperamos lo sea no por una identificación forzada ni un simple curioseo social. En estas páginas hay biografías, estilos e ideas que merecen considerarse como pilares del cancionero nacional.

Es la historia de gente atrevida, que tuvo el arrojo de ofrecer lealtad más allá de los resultados, y espantar incluso el miedo al mal gusto.

«Nuestros juicios de los gustos nos juzgan a nosotros», advierte Pierre Bourdieu. Por eso es mejor estar al tanto de cuánto nuestro revelamos al elegir y al despreciar canciones. En su libro más conocido, La distinción, el pensador francés denuncia al «pedante que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin comprender».

El trabajo que ha guiado este libro ha sido un intento no tanto por comprender lo que sentimos —eso sí que nos excede—, sino por asumir y conocer mejor qué es eso que tan sentidamente disfrutamos.

—Santiago, mayo de 2017.

Compartir esta página: