Colección «Tal Cual»

Memorias de una mujer irreverente

Crónica

Marta Vergara escribió este libro cuando tenía sesenta y cuatro años, como quien redacta un testamento personal y, al mismo tiempo, entona el responso de una época. Escribió ese libro pensando en publicarlo póstumamente, y a esa sensación de hallarse de salida, con un pie en la tumba, atribuyó la sinceridad testimonial que le caracteriza. Lo escribió con la soltura de cuerpo de un espíritu desencarnado, de un ánima, de alguien que se siente eximido de las inhibiciones de los vivos.
Figura clave en la historia del feminismo chileno, la autora también recorrió el áspero camino de los comunistas desencantados a propósito del estalinismo, que terminan sucumbiendo a las pasiones de la Guerra Fría.
La vida de Vergara está llena de incidencias. Vivió con la soltura de quien no le rinde cuentas a nadie, no acata vetos sociales, y trata a quien le plazca. Periodista en París, funcionaria internacional en Ginebra, militante feminista y antifascista en Santiago, obrera no calificada en Nueva York, se salió de libreto una y otra vez, a veces por iniciativa propia o forzada por las circunstancias.
Manuel Vicuña

Marta Vergara

(1898-1995). Fue una mujer atípica para su época. Si bien nació en el seno de una familia aristócrata y conservadora (aunque empobrecida), pronto torció el camino que le deparaba una vida con comodidades, dependiente de un marido ilustre o allegada a la tibieza de un club de señoras, y se arrojó por la senda de la autonomía y de lo imprevisto. Fue así que llegó a desempañarse como corresponsal para El Mercurio en Europa y delegada de la Comisión Interamericana de Mujeres; fundó el MEMCH, Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena, que tuvo un rol protagónico en los años treinta; militó en el Partido Comunista y trabajó como obrera y profesora en Estados Unidos. Publicó sus Memorias de una mujer irreverente en 1962, libro que recibió el Premio Municipal de Literatura y que fue recibido con entusiasmo por la crítica del momento: “Un libro vivido y destinado a vivir” (Alone). Entre sus publicaciones destaca la novela Los adioses del caballero amalgamado (1966). Murió en Santiago, en 1995.

1

Nací en 1898. No me quité la edad salvo una vez, en un momento de gran exaltación, y me suprimí solo dos años. Considerando los que me dejaba, no fue mucho. Mi debilidad de ese instante expresaba mi ilusión en la existencia de vidas cerradas en forma armoniosa. Yo quería ser exclusivamente de este siglo exultante (o deprimente), en el cual se ha esperado tanto la felicidad al filo de la muerte; de este siglo en que “la Tierra sería un paraíso para toda la humanidad”

Si ahí estuve, nada quedó en mí de ese supuesto limbo maravilloso de la infancia. Si me traje algún rastro, posiblemente me lo borró el terror que sentí esa noche del 16 de agosto de 1906. En una habitación de un edificio de dos pisos, en Valparaíso, aferrada a una enorme caja tapizada en raso rojo, enloquecida, trataba de llegar hasta la cama en que estaba mi madre, ya tan enferma que para morir no necesitaba un terremoto. No lograba alcanzarla. La caja y la cama rodaban sin encontrarse por la pieza. Cuando cesaron los primeros sacudones, me bajaron en brazos. No sé cómo salimos todos (mis padres, mis dos hermanas, una tía y las empleadas) sin que nadie quedara atrapado dentro de la casa. Junto con abandonarla, en perfecto sincronismo, se desmoronó por dentro. Solo resistieron sus muros exteriores.

Subimos sobre los escombros que llenaban la calle y sobre los seres humanos hundidos bajo tierra. Un cielo incendiado, que yo sentía sobre mi cabeza, nos lanzaba agua, truenos y relámpagos. Se terminaron los rugidos y la trepidación, y empecé a ver a los vivos y a los muertos. Todos mezclados nos encontramos bajo el techo de un galpón. Los cadáveres no podían quedarse a la intemperie y les buscaban sitio; los paraban contra el muro, tal vez para más fácil reconocimiento y menor bulto. También para mayor espanto de una criatura.

Con el terremoto no solo se derrumbó nuestra casa sino toda la situación económica de mi padre y lo más esencial de mi vida afectiva. Mi madre murió días después. Yo me quedé años y años con la sensación de que el suelo se me hundiría en cualquier instante.

Fui internada, con mis hermanas, en un colegio-convento de Santiago para “niñas bien”. Seguramente era caro, y mi padre no lograba rehacer en una ciudad nueva lo que aplastara la catástrofe: su trabajo, sus vinculaciones y sus bienes materiales. Lo habíamos perdido todo, y yo, desarraigada en un nuevo mundo, procuraba por las noches no hacer ruido en mi cama del enorme y patético dormitorio colectivo, para darle rienda suelta al llanto. Sacaba malas notas en conducta y nunca llegué a tener bandas sobre el pecho ni privilegios de niña buena. En la ceremonia de la entrega de la tarjeta dominical sentía la desaprobación de la Superiora, de su Estado Mayor y hasta de las muchachas, con sus murmullos sordos cuando se cantaba el número de mis puntos. Aunque conservaba los concernientes a los estudios, siempre me faltaban los otros, los de la conducta. Lo más desesperante era que yo no sabía cuándo ni cómo los perdía, y aún creo que las monjas me los quitaban por rutina.

Seguramente mis hermanas se avergonzaban de mí en la bendita ceremonia y después mi padre se disgustaba en su visita de la tarde. Acudía a vernos invariablemente con su paquete de pasteles, frutas o caramelos, y hacía lo que podía por nosotras. Pero no estaba en su mano remendarnos la ropa ni compensar la falta de dinero como hacen las mujeres, con ingenio y buena voluntad. Tampoco le era dado entrar en detalles íntimos de aseo personal (un asunto delicado y desatendido por las monjas de esa época). En suma, me asaltaban incomodidades de toda índole y me sentía confundida y humillada con la pobreza que trataba de esconder como un bulto robado bajo la ropa. A veces reaccionaba de la humillación en forma inesperada, con audacias o alegrías exageradas. Estas explosiones eran mi perdición. Quería ser dócil y estoy segura de que era tierna, pero algo fallaba en mi expresión. Creo que debo haber sufrido mucho en ese entonces, porque hasta ahora, a pesar de lo que la vida me ha endurecido, las tristezas y las privaciones de los niños consiguen alterarme, y, de toda la poesía leída a lo largo del tiempo, esa estrofa que comienza con el verso “el mar se ha puesto a golpear por años una pata de pájaro”, de Pablo Neruda, es una de las que suelen perseguirme.

Pasó el tiempo y, según el plan de estudios, a mí me faltaban solo dos años para terminar el colegio. Pero, según lo que ocurría en el convento, no era más que uno, porque el año final se consideraba algo así como un curso excepcional para quienes ambicionaban especial sabiduría. No recuerdo en ese curso a más de dos o tres alumnas. Mi padre no prosperaba en Santiago y decidió trasladarse nuevamente a Valparaíso. A fin de que terminara mi instrucción quiso matricularme en un liceo de esa ciudad. En el examen de admisión fui calificada apta solo para el primer año de humanidades. Es decir, que había de comenzar casi de nuevo y que todo lo estudiado y aprendido no me servía ahora para nada. ¡Todos los evangelios memorizados, todas mis brillantes recitaciones poéticas habían sido inútiles! En resumen, se decidió que mi educación quedara en lo que estaba. Me imagino que en esta determinación influyeron los gastos que implicaban los estudios.

De los años que siguieron, recuerdo una casa de pensión en la que teníamos siquiera el agrado de tocar el piano. Pero, seguramente, esta también era cara, porque entramos después a arrendar piezas en casas compartidas con otras personas, donde nos faltaba lo más elemental. A este patetismo vulgar se referían mis rezos nocturnos, en los que ponía empeño en pedir “un puesto para mi papá”. Pero la situación de un caballero aristócrata venido a menos estaba, al parecer, ya muy abandonada de la mano de Dios. Y fue esa condición de hombre olvidado por las fuerzas humanas y divinas, lo que impidió que durante todo el transcurso de su vida, ni aun en los momentos de mayor violencia de su parte, llegara a sentir por él rencor o enemistad

Lo recuerdo como si fuera ayer, con su chaqué y su tongo, que cambió más tarde en calañés, y el cuello y los puños de la camisa muy almidonados. Era más bien bajo y algo gordo. Se parecía a sus parientes palmípedos talquinos, los Silva y los Garcés: los pies hacia los lados, piernas y tranco cortos, pero no andaba tan airoso como ellos, abriendo las aguas por las calles. Su hender era más mustio, más cargado de problemas. Hasta el momento de enfermarse, alrededor de los cincuenta y cinco años, se le veía sonrosado. Usaba quevedos, los anteojos de otro tiempo, que se ajustaban a la nariz como tenazas. Hablaba en voz baja y algo lento. Pero toda esta estampa pacífica la descomponía el gesto de la boca, que era de disgusto y nerviosidad. Además, se alteraba fácilmente. Cualquier cosa lo irritaba y era víctima constante de las interpretaciones que daba a los menores incidentes. Ignoro si siempre fue así, pero desde que yo pude observarlo (y recordar), ya le pesaban, además de sus mil dificultades reales, las agregadas por su inseguridad ante la vida.

Si en ese entonces se hubiera hablado de complejos, él habría sido un ejemplo destacado. Venía de una familia numerosa con ramas de influencia social y de dinero, pero la suya estaba casi desprendida. Mi abuelo, no sé por cuáles causas, se había empobrecido, y a los hijos menores, entre los cuales se contaba mi padre, no llegó a proporcionarles ni siquiera una carrera. Sin capital alguno ni disposición para los negocios, no le quedaba sino el empleo burocrático. Pero ya fuera por condiciones de carácter o porque los cargos considerados decentes se los llevaban los hijos de personajes influyentes, tampoco le cayó ninguno. Solo obtenía trabajos temporales e independientes: síndico de quiebras, administrador de los bienes de alguna anciana caprichosa o cosas semejantes. Cuando la suerte se deterioró de veras y tomamos olor a pobres, estos mandatos escasearon y entre uno y otro vivíamos penosamente. Para subsistir acudíamos entonces a la agencia, y lo que ahí se empeñaba era la ropa.

Yo lo acompañé muchas veces, ayudándolo con los paquetes. Mi primer conocimiento de los españoles comenzó con esas operaciones penosas en las que desnudábamos un poco los cuerpos o las camas para poder comer. Yo oía la voz de mi padre, insegura, vergonzante, mientras del otro lado del mostrador silbaban y se acolchonaban las eses y se aterciopelaban las zetas. El idioma se paseaba sobre nuestra situación dando cortes y mandobles. Sin embargo, los agencieros no hablaban mucho con nosotros; el barullo era entre ellos. En relación con nuestro negocio, avaluaban al ojo y dejaban caer la cantidad ofrecida. A veces me desentendía de la transacción mirando a la gente que trataba de comprar en la sección contigua, que era la de ventas. Esa gente distinta a nosotros, que aportábamos nuestros pobres objetos personales, me parecía extraordinaria.

Mi padre se quejaba siempre de su “mala estrella”, y con razón: la que tenía en el firmamento la misión de guiarlo lo metía en caminos sin salida. En una ocasión creyó que podía ayudarlo, atribuyéndome condiciones de vidente. Era un tiempo en que tenía puestas sus esperanzas en las carreras de caballos. Yo tendría cuando más unos trece años. Era un domingo por la tarde. Me preguntó antes de salir —seguramente para consultar la voz de la inocencia— qué nombre me gustaba entre los de la lista de participantes. La recorrí varias veces y me agradó decididamente el de una yegua que se llamaba Ariadna. Me pareció un lindo nombre de mujer, mucho mejor que el mío. Le insistí en que le apostara y se lo grité desde el balcón al alejarse. Mi elegida resultó un sonado batatazo, y mi padre, por haberme escuchado, ganó algo que yo estimé mucho dinero. Al día siguiente, muy contento y de ánimo generoso, me llevó a la Casa Francesa, la gran tienda del puerto, para que me vistieran de los pies a la cabeza. Lo malo fue que el domingo siguiente ya no tenía pálpito de ninguna especie ni predilección por nombre alguno, y como él insistiera, le dije uno al azar y perdió un montón de pesos. Y yo, además de arruinar mi prestigio de pitonisa, sentí su hostilidad por haberle defraudado. No había sido capaz de salvarlo más allá de una semana. Había fracasado, y, más aún, cuando me ponía el traje de la Casa Francesa sentía que estaba usando algo que no me correspondía, algo obtenido por engaño o malas artes. Pronto, hecho un paquete, emprendimos con el traje el conocido caminó de la agencia. Fue un incidente desgraciado.

Para colmo de desventuras me enfermé y pasé a ser una de las muchas niñas escrofulosas de la época. Pasaba gran parte del día en la cocina, y solo mi ejercicio y ventilación tenían lugar por la mañana. Debía levantarme muy temprano para ir a comprar “sin que me vieran”. Seguramente, de haber ido al mercado algo más tarde, no habría encontrado tampoco a nadie conocido, pues nuestras relaciones sociales eran escasísimas. Trataba de ocultarme más que nada por estar haciendo un trabajo de sirvienta. Además, al ser yo una niña, eran andanzas aún más extrañas. Quizás ninguna de mis hermanas tenía el valor de realizarlas, o al menos no recuerdo que lo hicieran. La mayor era ya una señorita y mi padre no quería obligarla. En cuanto a la menor, su aspecto de pájaro mojado muy a menudo la exoneraba de esta y otras tareas pesadas. Yo, en cambio, parecía robusta y las carnes me daban más años a la vista. Solo la aparición de la enfermedad vino a sacarnos del error de confundir una insuficiencia glandular, o qué sé yo, con la salud.

Pero, en los raros momentos en que lograba olvidar el aspecto vergonzante de mi situación, estos ajetreos de primera hora me procuraban una curiosa sensación de libertad. La vida familiar no tenía alegría ni amenidad alguna. Claro es que no faltaban las sorpresas, pero todas eran desagradables. Como, por ejemplo, que al servir la sopa me encontrara con una masa compacta. Yo juraba que no era mucha la harina empleada para prepararla, pero nadie me creía, porque ni mi padre ni ninguna de nosotras teníamos nociones de cocina. Lo peor era que yo descubría los desaguisados junto con recibir las protestas. Generalmente estaba leyendo novelas mientras soplaba el brasero, y los alimentos se cocían o no se cocían. Cuando la situación era evidentemente anormal, reparaba en ella con angustia: el carbón estaba casi consumido y la olla sin hervir. Comenzaba entonces la quema de papeles o trapos. El resultado era que el guiso quedaba siempre crudo y, además, con olor y gusto a humo.

A esas horas de la mañana, por las calles, ventilaba los incidentes que traían la pobreza y el gesto disgustado de mi padre. Trataba de desprenderme de esa pesada sensación de ser la causa de muchos desagrados; de poseer un cuerpo que precisaba alimentar, vestir, calzar y a veces mejorar; de ser opinadora y querer tener experiencias personales. Me sentía culpable, aunque no fuera más por haber nacido. No recuerdo de mi infancia ni de mi adolescencia que nadie me dijera “tesoro mío” u otra expresión de amor por el estilo. Seguramente mi padre me quería, pero entre nosotros se interponían tantas cosas. Y daba sorpresas. Nunca se sabía por dónde podría venir un estallido. A veces lo alteraba hasta la persona sentada al frente en el tranvía. El pasajero lo miraba con inocencia, pero a mi padre comenzaban a correrle culebrillas por la cara, y si no podía cambiarse de asiento se levantaba o se bajaba antes de llegar. Todo esto hacía la vida muy difícil, y mientras cargaba los paquetes por la calle, cargaba también mi infelicidad. Ahora, como lo normal es que los hechos vividos dejen su huella (cualquiera que sea el estado de ánimo con que se los viva), esta “hazaña”, realizada con vergüenza y abrumada de confusos pesares superiores a mi comprensión, ayudó a darme valor más tarde, cada vez que hube de irme por el mundo con algún peso a cuestas.

Mi enfermedad paró cuando un médico amigo me abrió el cuello en su consultorio y me mandó a casa marcada para siempre. Seguramente éramos tan pobres que me volví sostenida por la mayor de mis hermanas, andando paso a paso, como entre nubes. Recuerdo que mis tías, nacidas en la segunda mitad del siglo XIX, tenían huellas de viruelas y que se atribuía su soltería a los hoyos que les dejaron en la cara. En la gente de mi época la tuberculosis se mostraba, entre otras formas, en los cuellos zurcidos. Salvo accidentes, las únicas cicatrices visibles que he notado en las mujeres de mediados del siglo XX son las de la cirugía estética. Estas consideraciones no valen, por cierto, para el pueblo.

Los vagabundos suelen ser gente desgraciada, pero también son los más convencidos de que la buena suerte existe y que tan solo por esquiva se encuentra en otra parte. Por eso nosotros decidimos salir una vez más en busca suya. Nos volvimos a Santiago. Como ahí tampoco la encontramos, mi padre se puso andariego. Para hallarla con mayor facilidad se deshizo de su carga familiar dejándonos con amigos y parientes en una y otra casa, pero siempre manteniéndonos en la medida de sus fuerzas. Se fue al norte y al sur. Estuvo en muchos lados. En una ocasión mi hermana menor y yo lo acompañamos a vivir en Última Esperanza, nombre que me pareció adecuado para ese lugar solitario y nevado en el extremo austral de Chile, más allá de Punta Arenas (1).

Solo al final de su vida una renta estable llegó a tranquilizarlo. Se la daba un cargo de inspector de impuestos. Aunque no era, por cierto, una gran cosa, logró realizar esas aspiraciones mínimas de la mayoría: un dormitorio respetable, reloj de oro y cosas por el estilo. Tenía además la posibilidad de ir al teatro, comer con vino y fumar habanos. Quizás no pedía más. Pero entonces se enfermó. Tapiado por el cáncer, no podía alimentarse sin agonizar. Lo operaron, y cuando supe que estaba condenado a plazo corto, lloré sin consuelo a su lado, mientras respiraba dormido, ignorante de su suerte. De niña lo había temido. A menudo el corazón se me alteraba al oír sus pasos, y la vida de la casa me pareció muchas veces un infierno. Pero, sin discutir, había aceptado que por sobre su carácter estaba su “mala estrella”, y que eran más las penas que la vida le había dado a él, que las que él nos dio a nosotras. Y este era el final irremediable de un montón de golpes asestados sin piedad. Lloré por la felicidad que ninguno de los dos habíamos tenido.

Cuando él vivió, en otros lados existió ese llamado alegre 1900, el gay nineties de los norteamericanos, el amoroso frufrú y el cancán de los franceses. Todo eso lo había visto y leído yo en las revistas y libros que me caían en las manos. El mundo tenía algunos sitios llenos de luces, de cantos, de cosas hermosas y agradables. La gente bailaba en los salones. Muchos no se vestían para taparse sino para completar un cuadro, una decoración ritual. En este cuadro, las mujeres se cubrían con sombrillas en cascadas de encajes, con plumas, sedas y otras transparencias. Los hombres habían ganado una fortuna y sentían alegría de vivir. Ellos eran la gozosa burguesía de una época próspera, con brillante porvenir, sólida y segura de sí misma. En cambio, el caballero pobre que era mi padre, arrastraba su chaqué por piezas sórdidas, alumbradas con velas o lámparas de parafina maloliente. Encima llevaba como florones toda la grasa que le arrojaban los contactos con asientos mal limpiados y con otros cuerpos envueltos en telas igualmente sucias. Pero él tenía que seguir con su disfraz de dignidad. El chaqué era su armadura. No se lo podía sacar ni en caso de hambre ni de enfermedades en la familia, tampoco para cargar sacos en los muelles. Estaba crucificado dentro de sus mangas con toda su integridad, su honradez y su buena voluntad.

Y porque él estaba ahí, en el tormento, sabía lo que les pasaba a otros a su alrededor y solía decir que yo era muy sufrida. Pero no hay amargura igual a la que invade a estos sufridos en el momento en que se afloja el control. La piel, que ha estado tensa para recibir los choques, se vuelve de súbito a su tamaño natural, se enrolla y aparecen las marcas, los golpes y las cicatrices. Todo junto. Si se tiene la fuerza de carácter necesaria, se extiende una vez más y resiste, luego se sigue hacia adelante. Pero el momento en que se ha soltado ha sido muy amargo, y si todo esto fuera un hecho físico que se asomara bruscamente al rostro, una misma podría ver en el espejo un esperpento, una bruja cadavérica, un ser al que la vida le quitó todo aliento humano.

Con mi padre moría mi niñez sin alegría, junto a todos esos años en los que habría querido tomarme de su mano para sentir su protección y en los que la hallé crispada por emociones y pesares. Con él moría un hombre recto, sin tacha y sin reproche, un caballero cuyas batallas habían sido tan grandes como oscuras, y con lo cual poco consuelo nos dejaba su memoria. A esto debía mi llanto, al desencuentro con la felicidad en un mundo que tal vez rodaba con algún sentido, pero cuya explicación estaba en otra parte.

1. Nota del Editor (en adelante N.E.) En realidad, Última Esperanza se encuentra al norte de Punta Arenas y hoy es una provincia.

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