EL JOVEN RAÚL
Por Gonzalo Maza
Hay pocos personajes más misteriosos en la historia de nuestro cine que Raúl Ruiz. Digo esto porque una de las características más atractivas y seductoras de su personalidad, para quienes lo conocieron desde muy temprana edad, fue la sensación de estar frente a un completo enigma.
Pero las palabras misterio y enigma no parecen hacerle justicia a Ruiz. Solo en parte. Solo al comienzo. O, si se quiere, solo al final y en su totalidad. No hay que recorrer mucho entre los testimonios de quienes lo conocieron para estar de acuerdo en que conocer a Raúl Ruiz fue una experiencia transformadora, pero no desde su elocuencia ni pedagogía, sino que desde su pura presencia. Tenerlo cerca o hablar con él era como estar asomándose a una especie de portal de la historia de la humanidad en el que, en lugar de respuestas, uno solo podía encontrarse con más preguntas: el gran catálogo de preguntas que se han hecho todas las personas y todas las culturas y civilizaciones y comunidades y artistas y escritores a través de todos los tiempos. Uno podría decir que conversar con Ruiz, o trabajar con él, era como jugar ajedrez con Borges. Pero con una copita de vino y con repentinos cagaderos de risa.
Recuerdo que la primera vez que conocí a Raúl Ruiz fue precisamente con Yenny Cáceres, en Buenos Aires. Fue en una de las versiones de Bafici en el que se hicieron retrospectivas parciales de su obra. Debe haber sido en el 2004. Yenny y yo éramos parte de la audiencia de una sala del Teatro San Martín donde no cabía un alfiler (cómo admiraremos siempre la cinefilia porteña). Yo me había vuelto ruiciano en Austin, Texas, en 1999, cuando revolvía la biblioteca de mi universidad buscando VHS de sus películas y las veía boquiabierto. La posibilidad de ver más de ellas me parecía una aventura como las de La isla del tesoro: si había que viajar a otros países o hacerse amigo de piratas, no dudaría en hacerlo.
Ruiz se encontraba en la sala y una de las primeras sorpresas al terminar la función fue descubrir que, a diferencia de cuando venía a Chile, estaba muy llano a explicar sus películas y contar anécdotas de filmación. A la salida de la función nos encontramos con Yenny, y en nuestra infinita juventud los dos compartimos nuestro entusiasmo por hacer un libro o un documental sobre su carrera (ella un libro, yo un documental). Recuerdo que muy torpemente se lo dijimos, y su respuesta fue un tanto agria: “Y así con ese proyecto tienen algo para postular a un Fondart”. Al menos en mi caso, la risa se transformó en mueca. Fui una temprana víctima de una talla ruiciana.
Ahora veo que Yenny fue mucho más fuerte y decidida que yo y terminó este libro extraordinario. Este libro es una fiesta, verdaderamente. Viene a llenar un vacío impresentable sobre el trabajo de uno de los más grandes cineastas de la historia, solo comparable —como le gusta a decir a Jonathan Rosenbaum, otro ruiciano formidable— con Orson Welles. Lo que van a encontrar en las próximas páginas es un dedicado relato de los años chilenos de la carrera de Raúl Ruiz (que terminaron en su primera etapa con el golpe militar de 1973) y, luego, un necesario apéndice sobre Diálogo de exiliados, su controversial película rodeada de mitos y maledicencias creados por quienes no aguantaron verse retratados en ella.
Hay algo muy chileno en pensar que las mejores películas de Ruiz son las que hizo en Chile, y aunque esto es difícil de comprobar, me parece que al menos podemos decir que la etapa chilena es una muy inspirada prehistoria de su cine posterior. Como bien relata Yenny Cáceres, la alambicada habla chilena, arraigada manera de expresarnos que nos hace ininteligibles para el resto de América Latina, es tomada por Ruiz en todo el esplendor de su poética, y es puesta en escena en un momento histórico en que además nos ahogábamos en la retórica. El gesto de Ruiz es simultáneamente poético y político, y el esplendor de su trabajo resuena hoy a pesar de lo fragmentado que es acceder a muchas de estas películas (algunas nunca terminadas; otras, como El realismo socialista, amputadas).
Quizás podemos decir que todo lo que Raúl Ruiz hizo después en su madurez como cineasta fue traducir la sintaxis del habla chilena a imágenes.
El 2007 fui invitado por Javier Sanfeliú a ¿actuar? en un radioteatro que Raúl Ruiz hizo en radio Concierto para conmemorar los 50 años de la muerte de Gabriela Mistral. Se llamaba Los cinco sentidos. Aunque en él participaban contemporáneos suyos como Ángel Parra y Carlos Flores, muchos de los que estábamos ahí teníamos entre 25 y 35 años. Al escucharnos leer sus textos, recuerdo a Ruiz decir: “Este país ha cambiado mucho la manera de hablar”. Lo comentaba con un tono nostálgico.
El modo de hablar fue lo que se llevó Ruiz en su mochila al irse al exilio y fue lo que vino a encontrar cuando regresó. Mucho de esa manera de hablar había desaparecido. Como tantas otras cosas.
Hay algo fascinante en el relato que construye Yenny en las siguientes páginas, y tiene que ver con reconstruir eso que ha desaparecido. No solo es una manera de hablar; es también un país alegre e irresponsable. Un país lleno de esperanzas, algo ingenuo, pero sobre todo —tarde llegaríamos a descubrir— un país conejillo de indias. Un país que fue el experimento social del mundo. Eso nos pasaría una y otra vez (desde la vía chilena al socialismo hasta los Chicago Boys), y es mérito de este libro correr un velo y mostrar que Ruiz fue uno de los primeros en descubrirlo: nuestro papel estaba en poner en escena el sueño social de otros países. Eso explica que, cuando fracasa el gobierno de Allende, tantos sueños fracasan simultáneamente en tantas partes del mundo, y explica esa solidaridad generosa de tantos ciudadanos y autoridades de esos países. Ellos eran los espectadores; nuestro país era el escenario de esas utopías. Con sus películas, Ruiz no quiso ser parte ni de la puesta en escena utópica, ni de hacerse parte de esa solidaridad. Muy por el contrario: como buen chileno, desconfiaba. Pero, además, secretamente parece haber tenido muy claro desde siempre que lo único a lo que podía aferrarse era al modo de hablar y, en rigor, a las formas. Al cine mismo, el territorio por el que sentía ansias de explorar.
Las películas de Ruiz de esa etapa parecen entenderlo con una claridad que aún hoy es estremecedora.
Quiero decir una última cosa: soy un convencido de que es deber de todo ruiciano decente hacer algo que ayude a rescatar su obra dispersa por el mundo, o algo que ayude a difundirla o, como en el trabajo de Yenny, a entenderla. Las películas de Ruiz son un acervo cinematográfico que nos excede como cinéfilos y como chilenos. Su obra es tan rotunda que podemos estar seguros de que permanecerá viva y vigente por los próximos cuatrocientos o quinientos años. Nosotros, quienes estuvimos vivos cuando él estuvo vivo, tenemos un deber moral con el futuro. Este libro de Yenny Cáceres establece un estándar de lo mínimo que debemos hacer. Y creo que todos los demás debemos seguir su camino.