En Nosotros no estamos acá hay humanos invisibles. Un joven venezolano indocumentado que intentó siete veces entrar en Chile, hasta que atravesó el desierto de Tacna a Arica por un paso no habilitado. Una trabajadora peruana que se transformó en regenta de viviendas comunitarias. Un cargador haitiano que fue apuñalado en un terminal pesquero. El cuerpo de una boliviana víctima de feminicidio, abandonado en la morgue.
Migrantes latinoamericanos que han venido a buscar nuevos rumbos en Chile y que han encontrado discriminación, xenofobia, expulsiones masivas e incluso la muerte, así como la solidaridad y complicidad de desconocidos.
Durante dos años, el periodista Jorge Rojas se internó en la vida íntima de estos protagonistas que parecen no estar. Son cuatro crónicas inéditas, de largo aliento, en las que se puede transitar con los migrantes, sentir sus frustraciones, sus acotadas alegrías, la congoja, la nostalgia de lo que se ha dejado atrás.
“Estas historias nos dan luces sobre eso que quedó, lo que no cabe en ‘un bolso de un metro de largo’: padres, amores quebrados, un hijo en Lima, el paisaje, el calor. Son también historias de trashumancia, de lo que pasó en el camino. De la ruindad de los coyotes y su industria, del miedo a la policía, de la solidaridad sencilla de una desconocida, de la incertidumbre, de la esperanza de algo mejor, o menos malo. Y en ese nivel se hacen universales, son las de sirios y somalíes, salvadoreños y rohinjas”.
Florencio Ceballos
Nosotros no estamos acá
Crónicas de migrantes en Chile
Jorge Rojas
Jorge Rojas
Periodista de la Universidad Finis Terrae. En 2007 ganó el premio “Pobre el que no cambia de mirada” en la categoría de prensa escrita, y en 2013 obtuvo el Premio Periodismo de Excelencia de la UAH. Es coautor de Empresarios zombis. La mayor elusión tributaria de la elite chilena y coinvestigador de la serie documental de televisión Libre. Fue periodista en The Clinic y actualmente trabaja en la revista Sábado.
Los que llegan
Florencio Ceballos
Cuando mi bisabuela Rebeca, su padre y sus siete hermanos llegaron en barco al puerto de Valparaíso, en agosto de 1906, la ciudad estaba derruida y en llamas. No pudieron desembarcar por días y desde la bahía veían desfilar los muertos en camilla. No hablaban español, solo yiddish, y estuvieron convencidos un buen rato de que había habido un ataque con cañones desde el mar. Sabían de guerras, amenazas de pogromos y de tragedias humanas, habían perdido a un hermano pequeño en una escala en Nueva York. Pero no sabían de terremotos ni de las tragedias telúricas del país que los recibía.
La migración de mis bisabuelos, hace más de un siglo, dejó cicatrices. Las historias de Nosotros no estamos acá también. Es un libro acerca de personas que la pasaron mal, son historias desgarradas. Sospecho que me invitaron a presentarla porque yo también soy migrante y podía hablar desde mi experiencia. Pero no puedo: sería inapropiado, casi obsceno sugerir equivalencias. Mis condiciones de llegada a Canadá, donde vivo hace ya quince años, fueron lo opuesto. No salí arrancando de mi país natal, ni este me expulsó a punta de pobreza y abuso, ni se me cerró la puerta de regreso. El sistema migratorio canadiense es una máquina que funciona: casi un 1% de la población llega cada año gracias a un sistema de cuotas e incentivos. Mi experiencia migratoria carece de cicatrices y está en las antípodas de lo que estas páginas nos presentan. Y si bien las abordé con alguna perspectiva de reconocerme en sus historias, rápidamente comprendí que, más allá de mi estatus genérico de migrante, estaba mirando por una ventana que me resultaba más desconocida y extraña de lo que pensaba.
En estos diarios la experiencia migratoria existe en más de una dimensión. Y se agradece. No solo se trata de los que llegan, de la asimilación a un nuevo medio y de su relación con los que ya estaban. No es solo cómo cambian y se adaptan esas personas a su nuevo destino, cómo navegan la ciudad o cómo resuelven la vida. Para encontrar algo nuevo —con la esperanza de que sea quizá mejor— el migrante siempre ha debido dejar algo atrás. Estas historias nos dan luces sobre eso que quedó, lo que no cabe en “un bolso de un metro de largo”: padres, amores quebrados como los de Fernando y Alexánder, un hijo en Lima como a Digna, el paisaje, el calor.
Son también historias de trashumancia, de lo que pasó en el camino. De la ruindad de los coyotes y su industria, del miedo a la policía, de la solidaridad sencilla de una desconocida, de la incertidumbre, de la esperanza de algo mejor, o menos malo. Y en ese nivel se hacen universales, son las de sirios y somalíes, salvadoreños y rohinjas.
Los discursos predominantes en medios y en la discusión pública sobre migración suelen descansar la mirada en el “acá”, en el adentro, reduciéndola a problemas y efectos en la sociedad que recibe: la alteración de los mercados inmobiliarios, la transformación de la fuerza laboral, la tensión agregada a los servicios públicos, las crisis en la frontera. La mirada de Jorge se sitúa en cambio en el “allá”, del lado del migrante, de quienes llegan, de quienes partieron, de la parte más débil en este encuentro que se llama migración. Lo hace prestando atención, entrando en los hogares de sus protagonistas, interesándose en sus economías domésticas y en sus condiciones de techo y abrigo. El dinero, el trabajo y la vivienda son cuestiones recurrentes y esenciales en estas páginas. ¿Cómo podría ser de otro modo? Aquí se nos revelan esas redes de subsistencia, esas economías de la fragilidad, de lo esquivo, en que se sustenta la experiencia migratoria.
Una economía de emprendimientos informales, trabajos asalariados bajo la línea de la pobreza y deudas en multitiendas. Una economía de vida que no sería lo que es sin teléfonos celulares, el bien más preciado de quienes atraviesan la frontera. Nuestro “hogar portátil”. Son el hilo de conexión con el mundo, con el que te pueden arrendar el cuarto, llamarte el cliente de Rappi, el contacto que sabe de un trabajo para ti. Y también es el hilo que une con los padres, hijos y amantes, y doblemente en tiempos de pandemia. Y es por ese hilo que se adentra la historia principal de este libro, por el registro más íntimo y textual de todos: el de los intercambios de WhatsApp, donde los intrusos podemos leer lo mismo que leyeron Fernando y Alexánder separados por un desierto.
Los migrantes llegan a Chile siguiendo una promesa alentada por el espejismo del país más neoliberal y próspero de Amé-rica Latina. Para muchos la confrontación con la realidad, con su contracara de desigualdades atávicas, es dura. La decepción es tan tangible como es hiriente la respuesta “si no les gusta se van”. Promesa de la demagogia oportunista disfrazada de humanitarismo cortoplacista que entrega “visa de responsabilidad democrática”.
Nosotros no estamos acá ofrece una mirada sobre esa parte sombría y decepcionante del país que recibe. Duelen el racismo, el clasismo, la usura y la explotación. Avergüenzan. Parafraseando a Fernando, aprietan el botón de la tristeza. Es un Chile donde empleadas “como de la casa” son obligadas a abandonar su dormitorio el viernes y dormir en un banco de la Plaza de Armas porque los patrones se van el fin de semana a la playa. Uno donde la lucha por empleos escasos se convierte para algunos en una espiral de rabia, rencor y racismo contenido que a veces termina apuñalándote en el muslo. Uno que crea una industria lucrativa de alquilar a precios desquiciados habitaciones de miseria a los que menos tienen. Uno que te llama comepalomas o negro de mierda. En el proceso, paulatinamente, ciertas asociaciones se naturalizan: inmigrante/delincuente, inmigrante/ilegal, inmigrante/pobreza. Un país de deportados subiendo con overoles blancos a un avión, esposados, rodeados de policías, con punto de prensa y autoridades gubernamentales mostrando orgullosos y en prime time cómo “se ordena la casa”. Un país donde el jefe de Extranjería se permite afirmar que “poco ayuda la visión buenista de que nuestro país sea el centro de la rehabilitación de migrantes delincuentes”. Se lo permite porque no pasa nada si lo dice. Hay gente acampando por meses fuera de las embajadas.
En todo el mundo, también en Chile, los migrantes enfrentan una amenaza visible, que golpea, insulta y enarbola discursos xenófobos salidos del mismo tronco de su abuelo fascista. Ese que ataca en las esquinas de noche, canta insultos en los estadios y repleta las redes sociales de detritus mientras se coordina de manera cada vez más evidente y compleja. Pero lejos de los márgenes hay una segunda amenaza, que resulta mucho más peligrosa pues tiene todo el poder de su lado, y que se activa cuando son los gobiernos y el mismísimo aparato del Estado los que ceden a un populismo migratorio que permita subir un puntito en las encuestas, asegurar un bolsón de votos en el extremo derecho o cambiar una narrativa mediática que se les viene encima.
Y existe por último una tercera amenaza, en mi opinión la más compleja, porque se piensa haciendo el bien. Es aquella que pone todo el peso de la política en el campo de la compasión, la acogida y la celebración, y nada en el que se hace cargo de las tensiones inevitables que la migración desbordada genera. Aquella que confunde un enfoque de derechos humanos —que consagra el derecho a dejar un territorio y a ser tratado como sujeto de derechos en el lugar de acogida— con la ausencia de regulaciones efectivas de entrada y una incondicionalidad a todo evento de estos derechos. O aquella que, por temor a la verdad, prefiere esconder la cabeza respecto de los efectos en cascada de una migración no asociada a derechos y a la capacidad institucional de proveerlos. Esa tercera amenaza, la pusilánime, la de no hacer nada, no enemistarse con nadie y exigirlo todo, es la más compleja porque empodera a las dos primeras y porque, al restarse, deja la de!nición de las políticas en manos de otros y desprotegidos a los que desea proteger, a los que llegan.
En estos “tiempos interesantes”, tiempos en que la desigualdad, el abuso y el abandono se hicieron imposibles de esconder y terminaron estallando en la calle; cuando Chile se apresta a discutir y renegociar un pacto social mientras el antiguo se derrumba; cuando se aspira a una conversación entre constituyentes que tienen más cara de ese Chile real que lo que se creyó posible, y de estos con la ciudadanía que los eligió para escribir ese pacto, es importante que también las voces migrantes (que, excepcionalidad virtuosa chilena mediante, tienen derecho a votar) estén en esa conversación, que esas historias sean parte del relato nacional, y que los derechos de los más vulnerables sean comprendidos e integrados al nuevo pacto social de un Chile que también les pertenece a quienes llegan y sí “están acá”.
EL VIAJE
4 de julio de 2019
¿Cuántas cosas caben en un bolso de un metro de largo? ¿Cuánta ropa, libros, música, álbumes fotográficos y recuerdos te puedes llevar? ¿Se puede empacar una vida, un hogar, una familia, una ciudad, un país de 28 millones de habitantes? ¿Cuántos bolsos se necesitan para migrar sin olvidar lo que se está dejando atrás?
Seguro que uno no es suficiente, pero es lo que Alexánder, de 24 años, puede cargar. Un bolso en el que lleva un short, tres camisas, dos chaquetas, un polerón, una carpeta con papeles, su cédula de identidad, un cepillo de dientes, un desodorante, una plancha para el pelo, una estampita de la Virgen del Carmen, un calenda- rio vencido del papa Juan Pablo II, 3.000 bolívares (equivalentes a medio dólar) y una caja pequeña con medicinas para la fiebre, la alergia y el mareo. En un país como Venezuela, donde los remedios escasean, esas pastillas fueron el regalo más preciado que su madre le pudo dar antes de partir.
Alexánder tiene la barbilla lampiña, los ojos achinados y fugitivos, las cejas arqueadas, los labios gruesos, la piel morena y un corte militar que le deja las orejas desnudas. Viste un pantalón negro, zapatos negros y un suéter gris que esconde su cuerpo menudo. Salió de Venezuela pesando 50 kilos y hasta acá —dice— por lo menos ha bajado cinco. Estamos sentados en un restaurante de Tacna, en Perú. Él mastica una papa frita sin apuro, como si fuese un higo al que le está sacando la pulpa. Luego hace una pausa para tragar. Lleva un día sin comer, pero no tiene prisa por hacerlo. Pareciera, más bien, que no tiene ni hambre. Hoy cumple siete días viajando. Hace cuatro horas que llegó a esta ciudad. Fueron 5.572 kilómetros hasta aquí. Salió el 6 de julio en la noche desde Los Valles del Tuy, en el estado de Miranda, una hora y media al sur de Caracas, un territorio de casi un millón de habitantes al que Alexánder, con generosidad, describe simplemente como “peligroso”.
Me pide que guglee. Da lo mismo cuándo leas estas noticias —dice—, siempre es igual: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Fallas en servicios públicos se agudizan en los Valles del Tuy”, “El deterioro reina en el hospital de los Valles del Tuy”, “Bebé de un año violada por su padrastro falleció en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos durante disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”.
—Se ven cosas peores —agrega.
Alexánder proviene de un territorio con récord en criminalidad. Conoce ese mundo de cerca, por sus amigos, algunos de ellos dedicados al robo, los homicidios y la venta de droga, con quienes se crio.
—Ellos tomaron caminos incorrectos, el malandreo. Casi siempre se la pasaban con pistolas y haciendo fiestas. Alexánder, que por entonces trabajaba poniendo música, con una “miniteca” itinerante, era quien animaba esas celebraciones. “De eso vivíamos en mi casa”, explica.
Tiene dos hermanos: uno menor que va al colegio y otro mayor que es pescador. Hasta la semana pasada vivía con su madre, que es dueña de casa, mientras que su padre lleva ya un año en Ecuador, indocumentado y sin trabajo estable, por lo que no ha podido enviar remesas a Venezuela. Las precariedades en su casa son profundas y un ejemplo lo resume todo: a veces, solo hay luz y agua dos días a la semana.
Su viaje es una fuga en busca de estabilidad. En Chile lo espera Fernando, su pareja, de 20 años, oriundo de Maracay, quien llegó a Santiago tres meses antes, en abril de 20 9. Es él quien lo ha convencido de venir.
—Desde que estamos juntos él me comentó que quería viajar a Chile, y sacó su visa en enero. El plan era venirnos los dos al mismo tiempo, pero no logré reunir el dinero. Nunca había pensado estar así con alguien, en una relación estable, pero con él me siento seguro. Así es que, bueno, ahora voy viajando yo.
Se conocieron por internet en 20 8. Estuvieron varias semanas chateando, hasta que se juntaron en Caracas para la primera cita. Desde entonces comenzaron una relación que en el caso de Fernando fue clandestina incluso hasta después de viajar a Chile.
—Fernando es un chamito de familia, un muchachito de casa. Estuvo un año así, viéndome a escondidas. Nos juntábamos en Caracas, estábamos en el terminal, íbamos a comer e incluso un fin de semana nos fuimos a la playa.
Fernando tiene el pelo crespo y ocupa frenillos. Es esbelto, musculoso, lampiño, y cultiva un estilo parecido a Will Smith en El príncipe del rap, pero con frenillos. Estudió cocina. De lunes a viernes trabaja preparando almuerzos en un café en Providencia, y los fines de semana fríe pollos en Tarragona, una cadena de comida rápida. Lo conocí cuatro días antes de que Alexánder llegara a Tacna. Me lo presentaron en el Servicio Jesuita a Migrantes. Yo andaba en busca de testimonios de venezolanos que hubiesen quedado atascados en Tacna para hacer un reportaje, luego de que los gobiernos de Perú y Chile comenzaran a exigir visa de turista a toda persona que intentara cruzar a sus países. Alexánder venía sin ningún documento y me ofrecí para llevarle unos papeles que Fernando quería enviarle: sus dos contratos de trabajo, su cédula transitoria, las últimas cotizaciones de la AFP, un certificado de residencia, la copia de una cartola de una cuenta rut y una carta de invitación notarial. Todo para que pudieran probar que Alexánder venía a Santiago por reunificación familiar.
—¿Tendré que mostrar una foto con Fernando para que sepan que somos pareja? —me pregunta Alexánder, mientras guarda los documentos.
No sé qué responderle. Ni siquiera sé si toda esa pila de papeles le vaya a servir para algo. Antes de juntarnos —le digo— pasé por afuera del consulado de Chile y hay miles de migrantes venezolanos esperando hacer el mismo trámite.
El atochamiento había comenzado el 22 de junio de 20 9, afuera del Complejo Fronterizo de Chacalluta, por el lado peruano, pero, después de que la gente comenzara a acumularse en la berma, el grupo fue trasladado frente a la casona donde trabaja el cuerpo diplomático, para que tramitara sus permisos ahí. Las carpas proliferaron alrededor. Todos los días llegaban nuevos extranjeros que venían en camino cuando se implementó la exigencia de la visa. Antes de eso entrar a Chile era un trámite relativamente sencillo.
Cuando en 2016 comenzaron a llegar masivamente los venezolanos, bastaba con tener la cédula de identidad al día, un pasaje de vuelta y mil dólares en el bolsillo para obtener un permiso de turista. De ahí en adelante tenían tres meses para cambiar su estatus a residente, y los que no lo lograban se transformaban en indocumentados: personas que viven sin permiso en el país, que no ocultan su identidad en la vida diaria pero no tienen cómo probarla para realizar trámites, ser contratados y volver a cruzar legalmente una frontera.
En los años siguientes el número de migrantes comenzó a aumentar, hasta que en mayo de 20 9 se produjo el máximo para un mes específico, con 39. 50 ingresos. En junio, cuando se empezó a pedir la visa, el «flujo se cortó en seco. Por entonces había 455.000 venezolanos viviendo en Chile, aproximadamente un 9% de todos los que han salido de su país desde que comenzó la diáspora, que ya representa la segunda crisis humanitaria más numerosa del mundo después de Siria.
Los muros son de papel. Solo un documento impide que los venezolanos puedan llegar y cruzar la frontera. Un papel. Bueno, es eso, el desierto y la policía. El nudo del atochamiento está en el requisito del pasaporte, porque Chile solo reconoce ese documento si es que está al día o fue emitido a partir de 2013. Si no lo tienen o si está prorrogado, como ocurre con los de 2012 hacia atrás, no hay forma de que puedan obtener la visa de turista, ni la de responsabilidad democrática.
Conseguir un pasaporte vigente en Venezuela es casi imposible: hay que invertir mucho tiempo y dinero, dos cuestiones que escasean cuando hay que partir con urgencia. Como muchos no lo tienen, se quedan en Tacna esperando por si la presión logra cambiar las reglas.
—Tarda mucho tiempo: primero te registras, luego debes agregar una tarjeta de crédito, pedir la cita, ir a poner la huella, la firma, después te llaman para la foto y recién ahí lo imprimen. A veces, cuando llegabas al final del proceso, te decían que no tenían papel. Todo esto podía tardar hasta dos años, pero si pagabas un extra era menos tiempo.
Alexánder dice que el trámite exprés, conseguido mediante corrupción, costaba 2.500 dólares, una cifra impagable en un país donde a mediados de 2019 el sueldo mínimo es de 2 dólares al mes. Allí está el origen de esa irregularidad estructural que ha perseguido a los migrantes venezolanos en la salida, en el trayecto y en el país de llegada. Es lo que le sucedió a su papá cuando se fue a Ecuador y es lo que le pasará a él, si no logra obtener la visa por reunificación familiar: vivir como un indocumentado.
Muestra una foto de la familia que ha dejado atrás: su madre, su padre, su hermano y Calvin, un pastor alemán al que abrazó con fuerza antes de salir para el terminal de los Valles del Tuy.
—Lo extraño mucho —dice, sin despegar la mirada del plato—. ¿Me puedo llevar la comida?
La madrugada del 7 de julio, durante las diez horas que duró el viaje hasta San Cristóbal, la última ciudad grande del lado venezolano antes de cruzar a Cúcuta, en Colombia, Alexánder le escribió un mensaje de WhatsApp a Fernando contándole lo terrible que había sido esa despedida: “Estoy triste. Siento que hoy fue mi velorio: mis primas, mis tíos, mis tías, mi abuela, todas llorando a moco suelto. Cuando me monté en el carro dije que se me había quedado algo y fui a abrazar a mi perro. O sea, más drama”.
Se tomó una foto para recordar ese momento, un retrato a contraluz donde se distingue su cara apoyada en el hocico del animal. “Tranquilo, desde aquí vas a poder ayudarlos más. Lo importante es que te sientas bien y seguro de lo que estamos haciendo. Lo mejor está por venir. Tenemos que estar claros que hay que guerrear y salir adelante, porque por mensaje todo es bello”, le respondió Fernando.
Siete días más tarde, Alexánder está en Tacna, con una papa frita en el tenedor, pidiéndoles a los garzones del restaurante que por favor le envuelvan lo que dejó. Podría habérselo comido todo, pero prefirió guardar para más tarde. Dosificar la comida y el dinero ha sido esencial en el viaje. No recuerda en qué se gastó los 3.000 bolívares con los que salió de su casa, pero sí que se esfumaron antes de cruzar a Colombia. Ha sido Fernando quien le ha enviado dinero para pagar los pasajes y comer. Ahora mismo le quedan 10 dólares en el bolsillo, que le sobraron de lo que le mandó cuando arribó a Lima.
En los Valles del Tuy toda su familia piensa que ya llegó a Santiago. Creen que se vino en avión, pero no, aquí está, sin pasaporte, en medio de este colador en el que se ha transformado Tacna. Desde mañana intentará tramitar una visa apelando a la reunificación familiar. Si no le resulta, probará suerte por el desierto.
Esta noche, dormirá en el terminal de buses de la ciudad.
15 de julio, conversación por WhatsApp
(07:30)
Fernando: ¿Cómo pasaste la noche?
Alexánder: No he podido dormir.
Fernando: ¿Mucho frío?
Alexánder: Aquí no se puede dormir.
Fernando: ¿Estás pasando hambre?
Alexánder: No, guardé comida y me la comí en la cena.
Fernando: ¿Qué has visto de los coyotes que pasan gente?
Alexánder: No han llegado.
Fernando: ¿Tú vas a pasar hoy?
(16:45)
Alexánder: Estoy preocupado, creo que voy a pasar solo.
Fernando: Yo también estoy preocupado, ¿por qué crees que ando
así? ¡Ni duermo! Dime, ¿qué vas a hacer?
Alexánder: Seguir, ya estoy aquí.
Fernando: ¿Seguir para dónde? ¿Te vienes así?
Alexánder: Sí, claro.
Fernando: Coño Alexánder, qué nervios. Y si te devuelven, ¿qué vamos a hacer?
Alexánder: No creo. Tengo los papeles que tú me distes. Ya estando en Chile, si me paran con eso, se los enseño y me pongo a llorar.
Fernando: Me siento súper presionado, ya no sé qué hacer.
Alexánder: Quédate tranquilo que yo me las arreglo.
Fernando: Estoy viendo si cuadro algo, pero me dan respuesta como a las 20:00, imagínate. Tú crees que yo ando jugando, pero no, marico. Yo cargo un dolor de cabeza, chamo. Toda esta mierda está al revés.
Alexánder: Tranquilo, vamos a relajarnos.
Fernando: Ajá, dime, ¿qué harás entonces?
Alexánder: No sé, porque hay que tener la plata primero.
Fernando: Ah, bueno, pero no me estabas diciendo que ibas a pasar solo, por tu cuenta. Cuadra bien y me avisas.
(21:01)
Fernando: Ya, te pasé 30 soles, no es nada, pero qué voy a hacer. Tuve que agarrar la copería [labores de aseo] en el cierre, por 5 lucas.
Alexánder: Está bien, gracias, pero no debiste haber hecho eso. ¡Qué chimbo!
Fernando: Sí, pero qué más: ahí para que paguen una noche.
Alexánder: En el refugio nos dieron sábanas, quédate tranquilo.
Fernando: No creo que alcance a ver hoy lo de los 100 dólares, pero igual me sigo moviendo por ti.
(23:06)
Fernando: Me pasaron este número. Es de un coyote. Me están
diciendo que también puedes solicitar un salvoconducto.
Alexánder: ¿Dónde es eso?
Fernando: Olvídalo, me acaban de decir que ya no puedes.
Alexánder: ¿Por qué?
Fernando: Por no sellar en Perú.
Alexánder: Yo estoy jodido en todos lados.
Fernando: ¿Qué vamos a hacer?
Alexánder: Por la trocha [paso fronterizo no habilitado] entonces.
Fernando: Vente como sea. Si migración no te agarra en el camino, aquí buscamos apoyo por todos lados para que no te saquen. Y si te dicen que no te puedes quedar, bueno, nos tendremos que ir.