Colección «Tal Cual»

Augusto Pinochet

503 días atrapado en Londres

Investigación

La historia de los 503 días del arresto de Augusto Pinochet en Londres probablemente sea la más increíble de todas las que constituyen lo que historiadores y analistas han llamado “transición a la democracia”. Amparado por su pasaporte diplomático de senador vitalicio, convaleciente de una operación a la columna en una elegante clínica inglesa, nadie pudo imaginarse que ese iba a ser el momento en que un tenaz juez español lo encausaría por violaciones a los derechos humanos cometidas durante su régimen.
Como corresponsales en Londres, los autores vivieron el día a día de un caso que actuaba entre lo intensamente emocional y lo fríamente jurídico. En paralelo con el reporteo diario, emprendieron una investigación periodística que, a través de discusiones privadas, conversaciones secretas, informes reservados y anécdotas desconocidas, revela cómo y por qué fue detenido Pinochet, indaga en las distintas crisis que el hecho generó en Chile y el mundo, en las reacciones de opositores y adherentes y camina, con paso firme, por el intrincado laberinto político y judicial que concluyó con el regreso al país del anciano militar.
Esta segunda edición revisada y actualizada se hace cargo del significado que para la jurisprudencia mundial dejaron los fallos de los tribunales ingleses en relación a los delitos contra los derechos humanos. Este libro también explica cómo el arresto en Londres modificó profundamente, además de sus últimos años de vida, el legado que Pinochet dejaría en la historia de Chile, pues representó, en varios escenarios, el comienzo del fin para el ex dictador.

Mónica Pérez

Periodista de la Universidad Católica de Chile. Máster en Relaciones Internacionales, Universidad de Georgetown. Ha trabajado como corresponsal internacional cubriendo desde la guerra en Irak hasta numerosas elecciones en Estados Unidos. Ha sido conductora en La entrevista del domingo, Vía pública, Esto no tiene nombre y 24 Horas en la mañana. En 2006 recibió el premio Elena Ca arena y en 2011 el premio Carmen Puelma. Actualmente es conductora de 24 horas central y realizadora del programa Informe Especial en TVN.

Felipe Gerdtzen

Periodista y magíster en Ciencia Política de la Universidad Católica de Chile. Magíster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido reportero de los noticieros 24 horas de TVN y Teletrece de Canal 13, realizador y editor de los programas Informe Especial y Vida en TVN y editor general de Reportajes en Ahora Noticias de Mega. Actualmente se desempeña como jefe de proyecto de Mi causa, mi Mega. Es profesor de periodismo y televisión en la Universidad Diego Portales y la Universidad del Desarrollo.

La noche de la detención

Cuando el capitán Juan Gana, uno de los escoltas del general Augusto Pinochet, recordaba días después el momento del arresto del senador vitalicio en Londres todavía se le humedecían los ojos. Había estado de turno en The London Clinic la noche del 16 de octubre de 1998 y había sido él quien había tenido que “rendir” a su general. Era una noche gélida. Llovía a cántaros y la humedad se metía por los huesos. Era un viernes que culminaba una semana de intensa actividad judicial, política y diplomática que había comenzado el martes 13 de octubre, cuando dos jueces españoles enviaron, a través de Interpol, órdenes para interrogar a Pinochet en Londres como imputado en los delitos de genocidio, terrorismo y torturas. Era el colofón a más de dos años de indagaciones en la Audiencia Nacional de España, que en dos querellas separadas investigaba posibles delitos cometidos en los años de la dictadura en Chile y Argentina, a través de la Operación Cóndor.

Aunque ya existían rumores e informaciones no confirmadas sobre un posible intento por detener a Pinochet, el agregado militar de la embajada en Londres, brigadier general Óscar Izurieta, el comandante Enrique Guedelhoefer y el mayor Humberto Oviedo —los otros dos oficiales que estaban a cargo de la comitiva que acompañaba a Pinochet en su viaje— abandonaron la clínica a las nueve y media de la noche, confiados en que el senador vitalicio dormía a salvo. Solo se quedó con él el capitán Gana, el oficial de menor graduación dentro de la escolta, y su médico, el doctor Andrés Marín, quien abandonó el hospital pasadas las diez y media.

Pinochet estaba mal. Su recuperación de una operación de hernia discal en la columna, a la que se había sometido el viernes 9 de octubre, se había complicado por la infección de la herida y del aparato urinario. Para su tratamiento había tenido que tomar fuertes antibióticos que descompensaron su organismo a raíz de la diabetes que padecía. Era necesario, por tanto, que alguien se quedara con él en las noches, por si necesitaba ayuda para levantarse. A medianoche se producía el cambio de turno y entonces el capitán escolta era reemplazado por el enfermero que había viajado con Pinochet desde Chile, quien hacía guardia hasta la mañana siguiente.

El viernes 2 de octubre, Pinochet había decidido sorpresivamente operarse. Aunque no había ido a Londres expresamente a eso, el doctor Henry Olivi, su médico de cabecera, le había dado algunos nombres por si se producía una emergencia. Pinochet padecía de muchas molestias desde la época en la que había dejado la Comandancia en Jefe y, en Chile, sus intentos por recuperarse habían sido inútiles. Nadie se atrevía a responsabilizarse por una intervención que mantendría a un Pinochet de 82 años anestesiado por más de seis horas y que, además, podría tener complicaciones relacionadas con las enfermedades que ya padecía. Por eso, cuando el doctor Farid Afshar, un médico británico de origen persa y una eminencia en lesiones de columna, lo recibió en su pequeña oficina con paredes atestadas de títulos y diplomas y le dijo que una operación era su única salida, nadie más pudo convencer a Pinochet de lo contrario. Varios intentaron hacerlo. Desde el recién estrenado comandante en jefe del Ejército, general Ricardo Izurieta, hasta su propia familia. Era una operación de altísimo riesgo y cualquier complicación sería muy difícil de manejar fuera de Chile. Como la principal preocupación del Ejército era que Pinochet muriera en Inglaterra, Izurieta llegó incluso a ofrecerle que le llevaría al médico a Chile para que se operara allá. Pero fue inútil, más aún ante la coincidencia de que el doctor Afshar podía intervenirlo casi de inmediato porque otro paciente había cancelado una operación.

El destino había puesto su primera piedra para retener a Pinochet en Londres. Ante un dolor que ya no resistía, el anciano senador pidió que le cancelaran su vuelo de regreso reservado para el lunes 5 de octubre, firmando él mismo su suerte.

***

Siete días después de la operación, Pinochet seguía su complicada recuperación en The London Clinic, un exclusivo recinto hospitalario ubicado en el número 20 de la calle Devonshire Place —uno de los más elegantes barrios de Londres—, muy cerca del Hyde Park y de la embajada chilena. Fundada en 1932, la clínica tiene una de las mejores unidades para la operación de columna vertebral y una gran reputación internacional. Ese 16 de octubre, Pinochet dormía como de costumbre: ayudado por los sedantes y bajo la atenta mirada de su escolta.

Cerca de las once de la noche, el inspector de la sección de extradiciones de Scotland Yard, Andrew Hewitt, llegó hasta la habitación 801, ubicada en el último piso de la clínica, para arrestar a Augusto Pinochet Ugarte. Hewitt tuvo que enfrentarse en primer lugar al sorprendido capitán Gana, que miraba con ojos atónitos cómo se desplegaba el operativo compuesto por unos doce policías.
Esa noche, Gana esperaba la llegada de un grupo de la policía secreta británica que los ayudaría en la custodia de Pinochet. Por eso no se sorprendió cuando sonó el teléfono y la recepcionista del hospital le anunció que oficiales de Scotland Yard subían para hablar con él. Esperó ante el ascensor, entusiasmado por la prontitud de la ayuda, y recibió a los oficiales cordialmente.

Pero no era ayuda lo que llegaba para el convaleciente general chileno sino una orden de arresto. Hewitt informó a Gana que debía abandonar inmediatamente el octavo piso porque, desde ese momento, Pinochet se encontraba bajo custodia policial. El capitán Gana se negó, argumentando que era un oficial del Ejército de Chile y que, por lo tanto, solo recibía órdenes de sus superiores. La situación se volvió muy tensa. Cuando el escolta intentó sacar el teléfono celular que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta, los policías lo rodearon inmediatamente y, apuntándolo con sus pistolas, le ordenaron que soltara su arma. Pero Gana no estaba armado, no podía estarlo ya que se encontraba en el extranjero y eso no estaba permitido. El capitán chileno fue obligado bruscamente a salir del edificio y Pinochet quedó abandonado a su suerte.

La operación de arresto fue rápida. Varios policías controlaron todos los accesos. Nunca vigilaron a Pinochet dentro de su habitación sino que se mantuvieron en el pasillo. Además, situaron hombres en el acceso principal de la clínica, en el ascensor y escalera del primer piso y en las puertas que daban a la parte posterior del edificio y a un callejón que desembocaba en la calle de la embajada, por donde entraban las ambulancias. En días posteriores, el operativo terminaría por copar completamente el piso donde estaba Pinochet. Incluso la policía obligó a la clínica a desalojar las otras tres habitaciones del piso e instaló en una de ellas una especie de cuartel: colocó los monitores de las doce cámaras de televisión que habían situado en los accesos y, en el techo, teléfonos y otros pertrechos.

Durante la noche del viernes 16, una vez que la situación estuvo controlada, Hewitt se dispuso a cumplir con su objetivo principal: arrestar al general. Aproximadamente a las once y media entró en la oscura habitación donde Pinochet dormía, ignorando aún lo que estaba pasando. Junto a su ayudante y a una traductora, el alto y delgado inspector británico informó al senador vitalicio de los motivos de su detención, leyendo la orden oficial: “Tribunal Penal de Bow Street a los miembros de la Fuerza de Policía Metropolitana: Habiendo evidencia de que Augusto Pinochet Ugarte, de ahora en adelante ‘el imputado’, es acusado de haber cometido delito. Que entre el 11 de septiembre de 1973 y el 31 de diciembre de 1983 asesinó a ciudadanos españoles en Chile, delito que cae dentro de la jurisdicción de la Sala Quinta de la Audiencia Nacional de Madrid y del gobierno de España. Habiendo información de que el imputado está o se cree que en camino al Reino Unido y que, la conducta alegada constituye un delito de extradición y dado que he sido informado al punto que se justifica, en mi opinión, dictar una orden de arresto de una persona acusada de un delito dentro de la región de Londres, se requiere arrestar al imputado y traerle delante del magistrado metropolitano en el Tribunal Penal de Bow Street. El 16 de octubre de 1998, firmado por el Magistrado Metropolitano, Nicholas Evans”.

***

Mientras tanto, en la calle, el capitán Gana se encontró con el enfermero que venía a relevarlo y que no pudo entrar porque la policía ya había tomado control del edificio. Desde la puerta llamaron por teléfono al superior de ambos, el mayor Humberto Oviedo, jefe de la escolta que Pinochet había llevado a Londres, para informarle que habían perdido el control de la custodia del ex jefe del Ejército chileno y que este se encontraba solo con la policía británica en su habitación de la clínica.

Entre las 12 y las 12 y media de la noche, la llamada urgente del mayor Oviedo despertó bruscamente al brigadier Óscar Izurieta, agregado militar en Inglaterra. Oviedo le informó de lo que acababa de pasar. Quedaron de encontrarse en la puerta de la clínica, no sin antes avisar al embajador chileno en Londres, el socialista Mario Artaza. Izurieta también llamó al agregado naval, el almirante Patricio Howard.

El embajador estaba a esa hora en bata, viendo televisión en la salita contigua al dormitorio principal de la residencia, cuando recibió el llamado del brigadier Izurieta: “Embajador, acaban de arrestar al senador Pinochet. Entró la policía al hospital y lo puso bajo arresto”. El tono de Izurieta era preocupado pero calmo. Fue directo a los hechos. “La policía está adentro y han sacado la escolta a la calle”. Artaza no podía creer lo que escuchaba al otro lado del teléfono. Se comprometió a estar allí en diez minutos. En cuanto colgó, ubicó rápidamente al canciller José Miguel Insulza, a quien encontró preparándose para ir al programa Medianoche de Televisión Nacional de Chile (TVN). Artaza le contó lo que había sucedido e Insulza le contestó: “Trasládate al hospital y mantenme informado y también al subsecretario (Mariano Fernández)”.

En pocos minutos, Izurieta y Howard llegaron a The London Clinic, donde los esperaba en la calle el capitán Gana y el enfermero. Todas las puertas del recinto se encontraban bloqueadas y controladas por Scotland Yard. A pesar de las peticiones de los oficiales chilenos, no les permitieron la entrada. Poco después llegó el embajador. Le explicaron toda la información que tenían y que, en realidad, se limitaba al recuento del capitán Gana.

Después de escuchar las primeras versiones de lo que había pasado, protegidos de la lluvia bajo un andamio que estaba siendo usado para unos trabajos en la fachada de la clínica, el embajador Artaza tocó el timbre de la clínica. Salió un nochero.
—Soy el embajador de Chile. Quiero entrar a ver qué ha ocurrido con el senador Pinochet.
—No puede. Está la policía.
—Llame al funcionario a cargo.

Al cabo de unos minutos, salió un sargento ante el cual Artaza se identificó, pero la respuesta fue la misma: “No puede entrar. Tengo instrucciones de no dejar entrar a nadie”. El embajador anotó el número de teléfono celular del policía y llamó al oficial de turno de la Cancillería británica, a quien le pidió hablar con Henry Hogger, encargado de América Latina en ese ministerio. “No le puedo dar su número privado pero deme el suyo. Él lo llamará”, le contestó el oficial de turno. A los cinco minutos llamó Hogger.
—Mira Henry, arrestaron a Pinochet y ni siquiera me dejan entrar. Te rogaría que, dada la gravedad del caso, me permitieran hacerlo. Tengo que verificar qué ha ocurrido para informar a mi gobierno. Esto no puede quedar así.

Artaza le dio el número de teléfono del sargento de Scotland Yard que estaba a cargo. A los diez minutos fue autorizado a entrar solo. Subió por el ascensor acompañado de un policía y luego lo dejaron en la puerta de la habitación de Pinochet. El diplomático, socialista exonerado político, en la dictadura y luego exiliado se encontraba ante la paradójica situación de tener que informar a su viejo enemigo de que estaba arrestado. Una enfermera lo acompañó al interior, donde encontraron al general acostado y con los ojos cerrados. “Vamos, dejémoslo dormir”, le dijo la enfermera. “No, tengo que hablar con él”. La habitación estaba en penumbras.
—Senador, escuche, senador. Soy el embajador Artaza. He venido porque he sido informado de que ha sido puesto bajo arresto por una orden de extradición de un juez español. ¿Me comprende?
Pinochet asintió con dificultad.
—Yo voy a comunicar a mi gobierno de esta situación y veré qué instrucciones recibo.
Entonces, Pinochet se despertó un poco más:
—Embajador, yo he entrado a este país con pasaporte diplomático y no como un bandido. Entré como he entrado muchas otras veces.
Artaza estuvo con Pinochet no más que un par de minutos. Al salir, pidió ver la orden de arresto y solicitó que su médico pudiera entrar para quedarse con él y vigilar su estado de salud. “Él no está en condiciones de estar solo. Para que no pasen cosas que podamos lamentar en el futuro, quiero estar seguro de que va a tener a su médico al lado”, exigió. Artaza fue invitado por la policía a bajar. A esa hora, el médico Andrés Marín y el capitán Jaime Torres, el otro escolta de Pinochet, ya habían llegado a la clínica. Más tarde también lo haría el jefe de la expedición y ayudante personal del general chileno, el comandante Guedelhoefer. El médico pudo finalmente ver al senador vitalicio, pero la orden de arresto nunca le fue mostrada al embajador.

Era la primera vez que Marín, el doctor del Hospital Militar, viajaba a Londres con el general Pinochet. Su sensación era de impotencia al ver que la detención se había producido aprovechando una circunstancia médica. En cuanto a su salud, Pinochet estaba a salvo: sus signos vitales eran normales y los medicamentos le habían sido administrados a su hora y correctamente. La policía dejó al doctor Marín moverse a su antojo y no le puso un límite de tiempo para su chequeo de la situación. No está claro cuán consciente estaba Pinochet la noche del arresto. La conversación con el embajador es prueba de que entendía lo que ocurría. Sin embargo, otras personas que lo visitaron al día siguiente se dieron cuenta de que Pinochet recordaba que había entrado un grupo a su habitación pero no sabía que estaba detenido.

Según el relato de sus cercanos, durante muchos días el anciano general tuvo una conciencia relativa de su nueva situación. Como parte de su tratamiento, estaba tomando analgésicos muy potentes que lo mantenían dopado durante todo el día y, además, algunos de ellos tenían el efecto colateral de causar amnesia de corto plazo, lo que explicaría sus lagunas mentales. Fue Óscar Izurieta, el agregado militar, quien, a petición de la familia, tuvo que explicarle siete días después qué era exactamente lo que estaba pasando. Nadie de la familia —ni su esposa Lucía ni su hija Verónica, que habían viajado a Londres para acompañar a Pinochet en su operación y que esa noche dormían en Hyde Park Residence— fue avisado durante la noche en que se produjo la detención.

Había comenzado la peor pesadilla de Pinochet, la primera de las 503 noches que dormiría bajo arresto en el Reino Unido. Era el inesperado fin de su primer viaje al extranjero como senador vitalicio, en que el destino juntó todas las piezas que durante años habían estado suspendidas en el tiempo esperando el momento.

 

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