Si hubiera que decir qué creaciones de Guillermo Hidalgo llegaron a ser de culto, muy probablemente la respuesta sería los personajes a los que dio vida como editor de The Clinic. Gracias a su ingenio, Hidalgo podía transformarse en Chupete Aldunate, un terrateniente que se lamentaba de la pérdida de los valores; Lenin Peña, un revolucionario en la clandestinidad; o Titán do Nascimento, un consultor sentimental que empapelaba a garabatos a quienes acudían a él. Pero Hidalgo fue más que un escritor satírico. Como periodista de medios como La Tercera, Qué Pasa y Fibra, redactó un sinfín de crónicas y entrevistas con una mirada y estilo que siempre buscaron huir de los lugares comunes apelando a las verdades simples. Cuando en julio de 2009 Guillermo Hidalgo murió, víctima de un infarto cardiaco y una existencia galopante, tenía 46 años. Sus amigos, sus alumnos de Periodismo en la UDP y todos quienes conocieron su talento, se lamentaron no solo por una partida prematura, sino también de que su obra quedara irremediablemente desterrada a los archivos. Este libro, que reúne algunas de sus mejores crónicas, entrevistas y columnas de sus más de 20 años de ejercicio, busca cubrir en parte ese vacío.
(Santiago, 1963–2009). Periodista de la Universidad de Chile. Se inició profesionalmente en El Mercurio de Valparaíso mientras cursaba el cuarto año de la carrera. En 1987 se integró al diario La Época y en 1990 se sumó a revista Qué Pasa. Dejó la revista tres años más tarde, para trasladarse a Nicaragua, como parte de una misión de la OEA que supervisaba la desmovilización de la guerrilla en ese país centroamericano, luego de años de enfrentamientos. A su regreso a Chile, en 1995, incursionó en la producción de guiones para varios programas de televisión, a la vez que colaboró con suplementos de viaje de la prensa nacional. En 1998 se incorporó como redactor estable en el cuerpo de Reportajes de La Tercera. Durante la campaña presidencial del año siguiente lanzó junto a la periodista Diana Massís el libro Lagos. El hombre, el político, la única biografía escrita sobre el entonces candidato presidencial. En 2000 se sumó a The Clinic como editor general. Ahí dio vida a personajes como Chupete Aldunate, Titán do Nascimento y Lenin Peña. Tres años después Hidalgo formó parte del equipo que fundó la revista Fibra, un proyecto periodístico que innovó en contenidos y diseño. Al momento de su muerte, ocurrida en julio de 2009 a raíz de un paro cardiaco, era colaborador estable del diario La Tercera y académico de la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales.
RECORDANDO A GUILLERMO
Por Cristián Bofill
La carrera de Guillermo Hidalgo está tan repleta de anécdotas que en mi opinión se ha convertido en el mayor mito del mundillo periodístico chileno de los últimos años, al punto que los recuerdos sobre su personalidad a veces opacan su enorme destreza con las palabras. El problema es que le sobraba talento para mucho más que eso, como se puede apreciar en esta selección de sus textos.
A lo largo de casi 20 años trabajé en tres oportunidades con Guillermo. Una vez en la revista Qué Pasa y las otras en La Tercera, donde él seguía colaborando al momento de su muerte. Si de anécdotas se trata, probablemente ninguna supere la que provocó su salida del diario el 2000.
Ya no me acuerdo cómo surgió la idea, que recibí con entusiasmo, de ofrecerle escribir una columna sobre el Festival de Viña de ese año. Guillermo optó por firmar con el seudónimo de Benjamín Otárola, protagonista del cuento “El Muerto”, de Jorge Luis Borges, su ídolo literario mayor.
Lo que nadie olvida es cómo terminó su incursión como comentarista festivalero. Fue tras una crítica mordaz al desempeño de José Alfredo Fuentes en la Quinta Vergara. Todo bien, salvo por un detalle: esa noche se prolongaron las otras presentaciones y el “Pollo” Fuentes no alcanzó a subir al escenario.
Siempre he sostenido que, si bien no era una atenuante, ahí hubo una gran responsabilidad de la persona que estaba encargada de la edición esa noche. Éste tenía la obligación de cuidar a su columnista cumpliendo la tarea más básica de un editor: revisar los textos que se van a publicar y podar los errores, excesos o, en este caso, disparates que pueda advertir. Con el que me molesté de verdad fue con él. Era muy difícil enojarse con Guillermo, que siempre desarmaba a su interlocutor con alguna broma o ironía.
No fue la primera vez que, para mi sorpresa y contra mi voluntad, tuve que prescindir de la pluma y de la personalidad de Guillermo Hidalgo. La anterior fue en 1993, cuando abandonó Qué Pasa después de casi tres años. Se fue dejando tras suyo numerosos amigos y algunas crónicas memorables, aunque muchos de sus mejores textos nunca se publicaron, por la sencilla razón que consistían en parodias de editoriales o artículos que se publicaban en la revista o en otros medios. Las escribía para matar el tiempo y alegrar el ambiente en la redacción. Circulaban de mano en mano desatando carcajadas y es una pena que no se hayan conservado.
¿Por qué siempre tuvo las puertas abiertas y dejó su huella en tantos medios? En mi opinión, Guillermo era el mejor cronista chileno de su generación, capaz de ser original en temas por los cuales los demás pasaban de largo. Entre otras habilidades, dominaba el género más complicado de este oficio: el humor, que impregna con mayor o menor sutileza casi todos sus textos.
Reportear, cultivar fuentes, idear pautas, escribir o titular son técnicas que se aprenden y en las cuales algunos pueden llegar a ser brillantes. Guillermo era sobresaliente en la mayoría de estos planos. Sin embargo, también se puede sobrevivir con dignidad en esos menesteres sin ser un genio. El humor, en cambio, no acepta matices ni medianías. El humor para que funcione requiere, además de una gracia innata, un gran talento. Guillermo lo tenía como ningún otro redactor con que me haya tocado trabajar.
Mario Vargas Llosa dice que no cree en el talento sin disciplina. Según el autor de Pantaleón y las visitadoras, probablemente en su generación hubo varios escritores peruanos tanto o más talentosos que él. Pero lo que hizo la diferencia es que ninguno de ellos se entregó tanto como él en cuerpo y alma a la literatura.
A Guillermo, pese a que dejó numerosas crónicas que certifican su gran creatividad y dominio del lenguaje, nunca lo vi dispuesto a organizar su vida de tal forma que pudiera desarrollar todo su potencial en el periodismo o en la literatura. Prefirió otras aventuras, dejarse llevar por diferentes obsesiones, como la que lo condujo a pasar una larga temporada en Esteli, una ciudad nicaragüense olvidada en el mapa. En vez de conjurar sus demonios en el teclado, optaba por hacerlo en la vida bohemia que tanto apreciaba y de la que al final simplemente no podía prescindir. Era casi tan bueno relatando una historia en un bar repleto de humo como poniéndola en el papel.
Durante su estadía en The Clinic y en Fibra no lo vi con mucha regularidad, aunque siempre me llegaban sus anécdotas e historias y a veces se aparecía por la redacción de La Tercera. Por mis conversaciones con él, por lo que escuchaba y por lo que le leía, creo que el medio con el que más se identificó –y en el que pudo desplegar mejor su creatividad– fue Fibra. Pienso también, como muchos de sus amigos, que su contribución al éxito de The Clinic fue mayor de la que normalmente se le reconoce.
Pero soy un convencido de que en ninguno de ellos logró desarrollar plenamente la inmensa capacidad que tenía. Que aún así haya producido numerosos textos de enorme calibre, de esos que la mayoría de los periodistas no logran escribir en toda una carrera –como algunos de los incluidos en esta antología–, dan cuenta de su genialidad.
Fumar en Nueva York
Revista Fibra Nº10, julio de 2003
Hasta hace algunos años podía verse en Nueva York a elegantes secretarias y ejecutivos fumando afuera de los gigantescos edificios de vidrio de las grandes corporaciones, donde no se permite ni el vapor de las teteras. Pero desde marzo de este año el alcalde Michael Bloomberg –ex fumador– extendió la prohibición a prácticamente todos los lugares públicos cerrados de la ciudad. Gracias a esta medida muchos neoyorkinos creen que la Gran Manzana dejará de ser lo que era, un sitio donde se respetaban todas las libertades y desde cuyos bares humeantes ha surgido buena parte de la creatividad norteamericana.
Ya no sólo afuera de las corporaciones se puede ver a los fumadores echándose humo en los pulmones. Ahora están afuera de todos los sitios: afuera de las librerías, de los billares, de los hipódromos, de los estadios, de los bares, e incluso afuera de las afueras de los restaurantes, en cuyas terrazas tampoco está permitido fumar. La ley impide fumar “en cualquier sitio al aire libre en donde haya una mesa y un quitasol”, según el dueño de un bar que permite fumar en su local, y que no da su nombre por temor a las multas. El locatario se queja también contra las autoridades por el alza de los impuestos a los cigarrillos, que a fines de este año podrían encarecer el producto hasta un dólar por paquete. Una cajetilla de Marlboro cuesta hoy en cualquier tienda de la ciudad entre U$ 6 y U$ 7,50 (unos cinco mil pesos chilenos).
Durante el primer tiempo de la puesta en marcha de la prohibición, no sólo se multaba a los locales por albergar a gente fumando: también se lo hacía por tener ceniceros en las mesas o simplemente por no contar con carteles de no fumar repetidos en las murallas. Nueva York se convirtió así en el tercer estado del país en establecer estas estrictas restricciones. Se habían adelantado California y Ohio. La situación preocupa a uno de los tantos meseros de la ciudad, quien dice que ésta promete convertirse rápidamente en un lugar tan aburrido y soso como Cleveland.
Un par de excepciones
Las excepciones son pocas y la ley es muy específica; es decir que si un bar quiere tener un sitio para fumadores, éste tiene que estar completamente apartado del resto, con una ventilación especial. Una de las excepciones es el Oak Bar del Hotel Plaza, donde los fumadores pueden echar humo a gusto en los llamados cigars bars.
De manera que para un fumador como el que escribe esta crónica, la ciudad se vuelve una especie de imposible. A Dios gracias que Nueva York es una de las ciudades caminables más grandes del mundo. Y aunque ya no está el horizonte de las Torres Gemelas que hacía más llevadero el desplazamiento por sus calles, ir andando y fumando tranquilamente entre los acelerados neoyorquinos es un placer.
En los hoteles hay piezas para fumadores y otras –la mayoría– para no fumadores. Desgraciadamente, una de éstas me tocó a mí. Pero, a pesar de la señal de no fumar marcada a hierro en la puerta, me salté la prohibición y hasta me fumé algunos habanos, en venganza por todo lo que no había podido fumar durante el día, después del almuerzo, durante el desayuno y después de comida, los mejores cigarrillos del día para un fumador. Porque no es lo mismo fumárselos durante la sobremesa que afuera, como un delincuente y una vez que el café ha bajado por el estómago.
Así son las cosas
El presidente de la Sociedad del Cáncer de Estados Unidos, Tom Glynn, ha dicho que las medidas no son contra los fumadores, sino que son una oportunidad para todos aquellos que llevan mucho tiempo tratando de dejar el cigarrillo y no lo consiguen. Y en cierto sentido tiene razón, porque la prohibición hace sentir a los fumadores como ciudadanos de segunda clase. Aun en los exclusivos clubes de espera en los aeropuertos, las salas de fumadores son lugares oscuros y tristes, mientras que el resto del sitio está lleno de color y luz.
Una noche, en un horario inusual de comida para los norteamericanos –las nueve y media de la noche–, pasamos a comer con un par de amigos a un restaurante francés del Soho. Terminada la cena, ya pasadas las diez, preguntamos si nos podíamos fumar un cigarrillo y el garzón nos dijo que estaba prohibido y nos dio las mismas explicaciones que dan en todas partes: al que le cursan la multa no es a usted sino al local. Luego apareció el dueño, un francés de pañuelo rojo al cuello que en su pésimo inglés nos habló largamente del asunto, después de prendernos sendos cigarrillos y fumarse él mismo uno. Se supone que la medida es para proteger a los trabajadores de los diferentes locales, pero muchos de ellos fuman. Al salir, nos despidió con un cordial “si esto sigue así, me voy a Brasil”.
El francés tiene razón. A la salida de la librería de viejos Strand, una chica me pidió fuego y luego desapareció. Al poco rato, otra chica me pidió fuego nuevamente, y esta vez le comenté sobre lo terrible del asunto de no poder fumar en ningún sitio y ella me respondió que así eran las cosas, y que, bueno, que disfrutara el cigarrillo. Después de apagar la tercera colilla, entrar en la Strand y comprar algunos libros, en la caja me esperaba la primera chica que me había pedido fuego. “Creo que nos hemos visto antes”, ensayé con tono de humor neoyorquino, y me respondió con un desganado “oh yeah”.
Matar por un cigarro
A un mes de ponerse en práctica la prohibición, el gobierno municipal de Bloomberg ofreció 35 mil parches de nicotina para los fumadores. Según cifras de la New York City Health and Hospital Corporation, el tabaco mata a 10 mil neoyorquinos al año. Es decir, tres veces más que el alcohol, los asesinatos o los suicidios. “Espérense que los fumadores comiencen a matar gente”, fue lo que se me ocurrió pensar cuando leí la noticia en un gigantesco café internet en Times Square, poco antes de salir a fumar un cigarro a la calle. Y ya ocurrió un caso. Dana Blake, vigilante de la discoteca Guernica, murió acuchillado mientras intentaba hacer cumplir la nueva ley. Blake detectó a un hombre fumando dentro de la discoteca y le pidió que apagara el cigarro. Como el cliente, Johnathan Chan, se negara, el guardia lo tomó por el cuello y lo arrastró hacia la puerta. El hermano de Chan, Ching, junto con dos personas, se sumó a la pelea y alguien le dio a Blake una puñalada en el estómago. Y a pesar de ser un hombre de alrededor de dos metros de altura y unos 144 kilos de peso, “no pudo resistir la lucha contra cuatro personas”, dijo el dueño del club, y luego añadió: “¿Quién va a buscar refuerzos cuando está pidiendo a alguien que apague su cigarro?”.
Ya casi acostumbrado a las prohibiciones, emprendí viaje hacia el norte del país. Cuando llegó la hora de almorzar, paré en un restaurante caminero. Sobre la mesa había un cenicero plástico lleno de marcas de cigarrillos apagados y al fondo un lugar para no fumadores. Había salido del Estado de Nueva York y estaba en Massachusetts o Nueva Jersey. Aunque el café no era bueno y el restaurante tampoco, pude entonces por fin fumar en paz
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