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Roberto Martínez Vásquez, “El Tila”, se hizo tristemente conocido por la serie de asaltos con violaciones que cometió en varios sectores acomodados de Santiago durante la primera década de 2000. Por la brutalidad de su modus operandi la policía realizó un enorme despliegue para su captura, contando con una permanente cobertura mediática.
A través de cuantiosas entrevistas y testimonios, este libro reconstruye con rigor la vida del llamado “Sicópata de La Dehesa” y da cuenta de su transformación en uno de los criminales más temidos en Chile. La investigación ha sido fuente de inspiración para la puesta en escena de una obra de teatro y la realización de una película basada en el personaje.
“El Tila fue más que un criminal, lo que queda claramente reflejado en este libro: también fue un ejemplo de la desidia social, de la indiferencia vecinal por el abuso a pasos de distancia, del fracaso estrepitoso de la institución mandatada para hacerse cargo de los menores que cometen sus primeros delitos. Todo falló con El Tila: familia, redes sociales de protección, valores educacionales, instituciones del Estado. El Tila es más que un libro. Es un mapa de nuestra indiferencia, condenado a ser conocido solo cuando ya es demasiado tarde”.
Fernando Paulsen
Periodista de la Universidad Diego Portales (2007). Se ha dedicado al periodismo económico en medios especializados durante los últimos nueve años. Actualmente se desempeña como subeditora de Finanzas en Diario Financiero.
Periodista de la Universidad Diego Portales (2007). Ha trabajado en el área de prensa de Mega y de Canal 13 Cable. Durante seis años se desempeñó como redactora y editora de contenidos de eClass. Actualmente es consultora de ILPES/CEPAL.
Periodista de la Universidad Diego Portales (2007). Magíster Internacional en Comunicación de la UDP/Universitat Pompeu Fabra (Barcelona). Es directora de comunicaciones de la Asociación Chilena de Energías Renovables, ACERA AG.
Periodista de la Universidad Diego Portales (2007). Ha trabajado en medios como revista Qué Pasa y Endemol. Fue Finalista del premio “Pobre el que no cambia de mirada 2015”. Trabaja en el diario La Tercera y es profesora en la Universidad del Desarrollo.
MÁS QUE UN CRIMINAL
Por Fernando Paulsen
El crítico literario estadounidense Frederick R. Karl, en referencia al libro A sangre fría, de Truman Capote, estableció una asociación inquietante: “En el caso Clutter [la familia asesinada que da vida al libro], quizás por primera vez, Capote percibió cómo una sociedad se definía a sí misma en relación con sus crímenes, con su capacidad para asesinar”.
Chile no tiene una historia prolífera en materia de crímenes en serie, de magnicidios impactantes, asesinatos políticos, o de juegos de gato y ratón donde un ingenioso y perturbado asesino se empecina en demostrar que es más inteligente que el detective estrella de la brigada de homicidios.
Si utilizáramos la sugerencia de Karl, podríamos imaginar que una altísima proporción de crímenes de alta connotación pública, de esos que son titulares de la prensa por semanas, tienen un patrón que efectivamente habla sobre la naturaleza de nuestra sociedad. Y si fuéramos más allá y tratáramos de encontrar a alguien que representara ese patrón, un modelo a través del cual pudiéramos adentrarnos en las circunstancias del asesino chileno de alto impacto, en la esencia de sus raíces y el big bang de su conducta criminal, tendríamos en Roberto José Martínez Vásquez, alias “el Tila”, a un símbolo difícil de igualar.
El Tila fue más que un criminal, lo que queda reflejado con claridad en este detallado reportaje periodístico en forma de libro. También fue un ejemplo de la desidia social, de la indiferencia vecinal frente al abuso a pasos de distancia, del fracaso estrepitoso de la institución que está mandatada para hacerse cargo de los menores que cometen sus primeros delitos, de su incapacidad para visibilizar los escenarios de futuro que se abren a los jóvenes delincuentes, y menos actuar al respecto. Todo falló con el Tila: familia, redes sociales de protección, valores creados por una educación atenta, instituciones del Estado pertinentes.
A los 26 años, rodeado de cámaras de vigilancia y guardias en su celda de alta seguridad, quién sabe si aprovechando un inesperado apagón, o porque el azar puso justo en ese momento a un camión en curso de colisión con un poste de luz de Colina, se ahorcó sin que nadie pudiera impedirlo.
El retrato de uno de los criminales más publicitados de la historia reciente ha sido captado con prolijidad y dramática elocuencia por las autoras de esta cronología periodística. Como el destino de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, la inevitabilidad de Roberto Martínez comienza en la primera página y no hay nada en la reconstrucción periodística de su vida que permita intuir que su destino pudo haber sido distinto.
Duele leer esta bien reporteada biografía del Tila. Especialmente porque las circunstancias en que este niño maltratado y estudioso, que se hizo joven, poeta, ladrón y drogadicto, para transformarse en adulto, violador y asesino, están vigentes y modelando otros “tilas”. A quienes tampoco vemos, a quienes no escuchamos gritar por ayuda, y de quienes pensamos que jamás se cruzarán en nuestro camino.
El Tila, un sicópata al acecho es más que un libro. Es un mapa de nuestra indiferencia, condenado a ser conocido solo cuando ya sea demasiado tarde.
Santiago, mayo de 2010.
El final
Había un silencio absoluto. Después de que Roberto José Martínez Vásquez, conocido como «El Tila», decidiera ahorcarse en su celda en el módulo de alta seguridad en la cárcel de Colina II, los cerca de 1.300 reos que habitaban el penal se ciñeron a un viejo ritual carcelario: cuando alguno de ellos decide quitarse la vida todos guardan silencio.
Era el viernes 13 de diciembre de 2002, y los alumnos de cuarto medio de todo el país se preparaban para rendir, el lunes siguiente, la última Prueba de Aptitud Académica (PAA). De manera completamente inusual, esa noche de verano había tormenta eléctrica y llovía copiosamente en Santiago y sus alrededores.
Martínez llevaba seis meses detenido en el recinto penitenciario más seguro del país. El penal Colina II, inaugurado el 21 de enero de 1994 en la provincia de Chacabuco, era el único que tenía los dispositivos necesarios para albergar a los delincuentes como él, los más peligrosos de Chile. (1)
El colombiano Hugo Gómez Padua era otro de los internos “ilustres” de Colina II, aunque su nombre no decía mucho. Gómez Padua era popularmente conocido como el “Chacal de Santa Cruz”, desde que en 1999 violó y descuartizó a una niña de diez años llamada Paula López, en esa ciudad de la Sexta Región de Chile. Gómez había quebrantado una condena en su país por el asesinato de otra menor. En 2001, cuatro días antes de que se aboliera la pena de muerte en Chile, fue sentenciado a pena perpetua.
Otro interno era Cupertino Andaur, un delincuente habitual que en diciembre de 1992 entró a una residencia en Lo Curro, uno de las zonas de más altos ingresos de Santiago, donde violó y mató brutalmente al niño de nueve años Víctor Zamorano Jones. Andaur fue condenado a muerte, pero en 1996 el entonces presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle lo indultó y se le conmutó la sentencia a presidio perpetuo.
Tanto Andaur como Gómez Padua eran considerados delincuentes de alta peligrosidad, y sus casos habían sido cubiertos asiduamente por la prensa. Pero ni ellos ni ningún otro huésped de Colina II había despertado tanto temor ni tanta atención periodística como Roberto Martínez Vásquez, mejor conocido por la prensa como “El Tila” o “El sicópata de la Dehesa”.
Martínez había llegado al penal a mediados del 2002, con 26 años y una apariencia adolescente, menuda y desvalida. Tenía, además, una cuidada presentación y no dejaba pasar oportunidad para jactarse de una pretendida superioridad intelectual. Con un lenguaje rebuscado y aficionado a la lectura, se alejaba del estereotipo del delincuente común.
Sin embargo, Martínez conocía la vida carcelaria desde los cuatro años. Había pasado gran parte de su infancia y adolescencia en el Servicio Nacional de Menores (SENAME) y en ese momento estaba siendo procesado por robos con violación, robos con violencia, homicidio frustrado, secuestro y homicidio. La prensa, que lo había caratulado como el enemigo número uno de la tranquilidad ciudadana, cubría expectante cada nuevo dato sobre su procesamiento.
Su celda se ubicaba en la sección uno del módulo Alfa, en el segundo piso del penal. De las doce celdas de la sección, la única habitada era la suya. Además, contaba con una cámara de seguridad que grababa durante las 24 horas del día lo que ocurría a interior de su reducido espacio.
Esa noche de diciembre de 2002, mientras llovía y tronaba en Colina, la cámara de seguridad registró al muchacho intranquilo.
Martínez disponía de cuatro metros cuadrados y su bien más preciado era una máquina de escribir eléctrica que el juez que investigaba su causa, Carlos Carrillo, le había entregado. (2)
Pero esa noche, Martínez no tuvo ganas de escribir y apenas probó su comida. Luego de tomarse los medicamentos que le entregó un gendarme, se acostó en su cama y prendió un cigarrillo. Al poco rato se paró, se asomó por la pequeña ventana abarrotada y se sentó. Después metió una mano en sus calzoncillos y rascó sus genitales (3)
De un instante a otro, la cámara dejó de captarlo en su celda.
A las 23:09 horas, un camión chocó contra un poste de distribución de media tensión de energía en la carretera General San Martín (Ruta E-89), la cual une a la zona de Colina con Santiago.
Muchos habitantes de la localidad disfrutaban el programa de televisión nocturno Morandé con Compañía, o se enteraban de los chismes de la farándula con un estelar de la competencia, Primer Plano. De improviso, las pantallas se apagaron y Colina quedó a oscuras. El choque provocó un corte de luz que duraría más de una hora.
La cárcel Colina II, situada a pocos metros de la plaza de armas, no fue la excepción. En el perímetro del recinto se activaron las luces de emergencia.
Pero la celda de Roberto Martínez se mantuvo a oscuras.
Gracias a una fuente de respaldo, la cámara siguió grabando, aunque todo lo que registraba era una imagen en negro. En la pantalla solo se veían la fecha y la hora. Uno de los guardias de la Unidad de Servicios Especiales Penitenciarios (USEP), a cargo del interno, avisó al funcionario responsable de la vigilancia del módulo Alfa, César Soto, que la celda de Martínez se encontraba completamente a oscuras. También informó del hecho a Luis Díaz, electricista de turno en la unidad.
Mientras el guardia de la USEP anotaba en el “libro de novedades” lo que ocurría, Soto caminó hacia la celda de Martínez. Debió sortear todas las barreras de seguridad y caminar por un largo pasillo en penumbras. Al final del corredor, justo en el centro de la unidad penal, estaba el acceso a cada módulo. Enseguida venían más rejas que cruzar, otros pasillos que recorrer y guardias que vigilaban cada acceso. Tras todo este recorrido, el gendarme Soto finalmente llegó a la celda número dos, donde estaba Martínez. Soto descorrió una escotilla metálica que tenía la puerta verde, miró hacia adentro y se cercioró de que todo estuviera en orden y que ningún objeto obstruyera el lente de la cámara.
Luego, avisó al jefe de servicio nocturno, el subalcaide Cristián Ayala, quien le ordenó que realizara rondas continuas cada diez minutos para chequear al interno. Le advirtió que bajo ninguna circunstancia accediera a abrir la celda. Después de recibir las instrucciones, Soto recorrió el resto del módulo Alfa, mientras el subalcaide Ayala fue personalmente a verificar la situación de Martínez. Faltaban diez minutos para las doce de la noche.
El gendarme Soto se tardó cerca de media hora en finalizar su inspección por la totalidad del módulo. Cuando llegó a chequear a Martínez nuevamente, llamó al detenido por su nombre y no hubo respuesta. Repitió la acción y nada. El gendarme miró por la ventanilla y, con la poca luz que se colaba del pasillo, vio a Martínez arrodillado en su cama, vistiendo calzoncillos y camiseta. Tenía el cable de la máquina de escribir al cuello y amarrado en el otro extremo a uno de los barrotes de la ventana. El muchacho se encontraba levemente inclinado hacia delante y aún se movía. (4)
Tras observar toda la escena, el guardia dio la alerta por radio. Otros funcionarios llegaron a la carrera con el paramédico de turno. Ingresaron a la celda y cortaron el cable con un cortaplumas. Martínez quedó boca arriba y con las piernas semiflectadas. El paramédico hizo maniobras de reanimación, pero el reo no reaccionó.
A pesar de estar recluido en la cárcel más segura del país, custodiado por una cámara de seguridad y gendarmes las 24 horas, Roberto Martínez había logrado suicidarse de una manera rápida y efectiva. Su agonía habría durado alrededor de cuatro minutos. Al momento en que lo encontró el gendarme Soto sus movimientos ya eran solo actos reflejos (5). A las 00:45 del sábado 14 de diciembre de 2002 llegó el Servicio de Atención Médica de Urgencia (SAMU) y el doctor constató la muerte de Martínez. (6)
******
En mitad de la noche sonó el teléfono de Carlos Carrillo, juez que investigaba la causa de Roberto Martínez. Aunque era inusual para él contestar a esas horas, lo hizo. Al otro lado de la línea, una voz se identificó como funcionario de Investigaciones y le dio la noticia de que Martínez se había suicidado en su celda. Carrillo se vistió con prisa y salió rumbo al penal Colina.
Habían pasado tres horas desde el ahorcamiento y la electricidad ya había regresado.
Meses atrás, Carrillo se había convertido en el primer juez al que se facultaba con dedicación exclusiva para investigar un caso, como variante a la tradicional fórmula de designar a un ministro en visita. Con 45 años al momento de su nombramiento, el juez Carrillo contaba con 18 años de experiencia en el Poder Judicial. El proceso en contra de Martínez fue instruido en el 31 Juzgado del Crimen de Santiago, el mismo donde en 1992 se investigó el caso de espionaje telefónico realizado por el Ejército contra el empresario y entonces senador de Renovación Nacional, Sebastián Piñera.
A pesar de la relevancia mediática de estos dos casos, el juez Carrillo se esmeraba por tener un bajísimo perfil público. Era delgado, no sobrepasaba el metro sesenta y su tono de voz era bajo y pausado. Más que imponer su investidura por presencia, el respeto a su labor judicial lo dictaban su apego al trabajo esforzado y eficaz (7). Provenía de una familia de escasos recursos. Mientras estudiaba derecho en la Universidad de Chile, había tenido que trabajar como funcionario del Poder Judicial. Sin embargo, según los recuerdos de algunos compañeros de la universidad, también sabía distraerse. Amigos de esos tiempos lo recuerdan como “un buen amigo, que participaba en fiestas y que, además, le gustaba jugar fútbol”. (8)
De traje oscuro y muy serio llegó el juez Carrillo esa noche al penal de Colina II. Lo esperaban el ex juez subrogante del Juzgado de Letras de Colina, Bernardo Neira, el director regional metropolitano de Gendarmería, José Montanares, y el jefe del Departamento Técnico de Gendarmería, Rodrigo Rodríguez. Todos subieron al segundo piso.
El cuerpo de Martínez estaba en el pasillo, desnudo y rodeado de algunas pertenencias, entre ellas varios escritos.
Más taciturno que de costumbre, Carrillo habló poco. Durante los últimos seis meses, luego de que capturaran a Martínez por ser autor de varias violaciones y un homicidio, el juez se había propuesto forjar con el detenido una relación estrecha y casi paternal, como estrategia para lograr su confesión. Así, conoció su historia, escuchó sus reclamos contra la sociedad y se transformó en una de las pocas personas cercanas a él en la cárcel.
Carrillo se ganó la confianza de Martínez y con el tiempo logró que este le confesara su autoría en los hechos que pesquisaba, con lo que dio por concluida la investigación y decretó el cierre del sumario (9). “El homicidio no es mío”, le había dicho Martínez a su abogado, Carlos Quezada, poco antes de morir, en referencia al crimen y descuartizamiento de la menor Maciel Zúñiga, el cargo más grave que pesaba en su contra.
Tras el cierre del sumario, Martínez sabía que era inminente la llegada de su condena y temía que fuera presidio perpetuo calificado, tal como ya lo adelantaba la prensa. Eso significaría 40 años preso, si posibilidad de acceder a rebajas o beneficio alguno (10).
Martínez, con 26 años y habiendo pasado la mitad de su vida en centros de reclusión, como menor y luego como adulto, no podía imaginarse encerrado para siempre. La incertidumbre sobre su destino, el encierro, las medidas de seguridad y el constante interés de los medios por su caso, lo tenían deprimido.
“El Tila” era una bomba de tiempo.
Ni siquiera las regalías que Carrillo y Gendarmería le habían concedido en su celda lo confortaban. Conociendo sus gustos, el juez accedió a que el muchacho tuviera una guitarra, un televisor, una radio, libros, la prensa diaria y una máquina de escribir, con la que redactó ensayos, poesías y cartas. Un cercano que lo visitó poco antes de que terminara con su vida, observó que sus únicas inquietudes eran entender su situación procesal y revisar las noticias sobre su caso en los diarios. Como muchos presos, cuando cayó detenido pidió el Código Penal para leerlo y en base a lo que aprendía destacaba las figuras judiciales que la prensa publicaba sobre él. En una ocasión, un artículo de prensa hizo pública parte de una carta que había escrito en su celda a su novia, Evelyn García. Hizo un recorte de la nota de prensa y al costado de la página anotó con trazos de rabia: “Invadieron privacidad”.
Transcurrieron las primeras horas de la madrugada y el cadáver de Martínez permanecía en la cárcel. Pronto llegaron los otros abogados vinculados al caso, entre ellos el representante del Ministerio del Interior, Héctor Musso, y Carlos Quezada, defensor de Martínez. Luciendo una larga cabellera que tomaba con un moño a la altura del cuello, Quezada rompía los moldes tradicionales de los hombres que trabajan con la ley. Además, hablaba fuerte y rápido, con una modulación atropellada. Por apariencia y personalidad, el abogado defensor de Roberto Martínez difícilmente pasaba inadvertido.
Quezada y el juez Carrillo fueron quienes mejor conocieron a Martínez durante su estadía en Colina II. Ambos estaban conscientes del estado depresivo que afectaba al recluso, el cual lo llevó a intentar quitarse la vida en otras dos oportunidades. Cuatro meses antes, el 12 de agosto de 2002, un informe realizado por un médico, Juan Hidrovo, había constatado lesiones alrededor de su cuello por probables intentos de ahorcamiento. Un día después, cuando era trasladado al juzgado, trató de ahorcarse nuevamente y agredió al personal de servicio de los calabozos del recinto. Para un cercano al caso, se trataba de intentos por “llamar la atención”, acordes con su personalidad narcisista.
Por todo lo anterior, ni a Carrillo ni a Quezada podía tomarlos desprevenidos un nuevo atentado de Martínez contra su vida. Tampoco podían sorprenderse otros abogados ligados a la causa, o los sacerdotes de Gendarmería Nicolás Vial y Rafael Ramírez… salvo que en su tercer intento el reo lograra finalmente suicidarse.
Detectives de la Brigada de Homicidios llegaron al módulo Alfa junto con peritos del Laboratorio de Criminalística de la Policía junto a peritos del Laboratorio de Criminalística de la Policía de Investigaciones. Los Funcionarios sacaron fotos del cuerpo y de la celda. A pesar de la presencia de muchas personas en el módulo, había un silencio total que solo era interrumpido por el sonido de los flashes de las cámaras.
Todos guardaban silencio: los otros reclusos, respetando un viejo código carcelario no escrito; los efectivos de Gendarmería, porque se les había muerto preso; Quezada, porque el suicida era su cliente; Carrillo, porque ya no tenía causa judicial.
El juez buscó antecedentes que le ayudaran a formarse una explicación. En la celda. Hurgó entre las decenas de papeles de Martínez por si encontraba alguna carta suicida. Examinó entre libros y debajo del colchón, donde “El Tila” guardaba sus pertenencias más privadas. No había nada para él. Solo encontró poemas, cuentos y cartas para sus amigos y su novia, Evelyn. “Me la debe. Me la debe. Me debe una explicación, me la debe”, dijo en voz baja. (11)
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La noticia corrió rápido esa madrugada. Al amanecer, un llamado telefónico despertó a Héctor Rojas, periodista del diario La Tercera, quien dormía en su casa en La Florida. A sus 34 años, Rojas era un reportero policial experimentado. Antes que en La Tercera, había trabajado en la agencia de noticias UPI y el diario El Metropolitano, siempre cubriendo el sector policial. “El Toto”, como le decían sus colegas, seguía la pista de “El Tila” desde junio de 2002, cuando un sicópata por entonces sin rostro ingresó a un departamento en la comuna de Lo Barnechea, en Santiago, y se quedó toda la noche atormentando a una indefensa familia de clase acomodada. Antes de irse, el desconocido torturó a un niño pequeño, violó a la hermana adolescente y luego hizo lo mismo con la madre de ambos. (12)
En un principio, a Rojas le costó comprender la primicia que una de sus fuentes vinculadas al caso le estaba revelando al otro lado del teléfono. Entre sollozos, su informante le contó que Martínez se había ahorcado.
Tanto como otros periodistas policiales, Rojas había llegado a sesionarse con “El Tila”. Y aunque ese sábado no le correspondía trabajar, corrió hasta las oficinas del diario para integrarse al equipo especial de cinco reporteros, que tendría la misión de cubrir todos los pormenores del suicidio del sicópata.
Para Rojas y sus colegas del diario, el último acto de aquel thriller llamado “Tila” debía contarse en varias páginas.
Gracias a la información proporcionada por Rojas, la primicia fue publicada rápidamente en el portal de Internet de La Tercera, y este fue el primer medio en darla a conocer.
El resto de la prensa nacional también comenzó a movilizarse. Los diferentes medios de comunicación salieron a la caza de detalles para reconstruir la muerte de uno de los más grandes enemigos de la tranquilidad pública de los últimos años. Los periodistas fueron a la cárcel, buscaron a los abogados involucrados, al juez, a la familia de Martínez, a los funcionarios de Gendarmería que lo custodiaron en sus últimas horas. Todos y cualquiera podría servirles como fuente en la tarea.
En los días siguientes la prensa hizo turnos especiales para cubrir el velorio de Martínez en la población José María Caro, una de las barriadas más pobres del sur de Santiago. Ahí, el cuerpo fue velado en la precaria casa de su madre, Matilde Vásquez Vásquez, donde “El Tila” había pasado parte de su infancia. A pesar de padecer trastornos siquiátricos, la mujer había ido a retirar el cadáver el sábado 14 de diciembre al Servicio Médico Legas (SML), donde le realizaron una autopsia que diagnosticó muerte por asfixia.
Recelosos de la prensa, familiares y vecinos de la población, muchos de los cuales habían visto crecer a Martínez, bloquearon el acceso a la casa con carretas de maderas y un automóvil atravesado en la calle, para que los periodistas no pudieran entrar.
Pero el peak vino al mediodía del domingo 15, cuando se realizó el funeral en el Cementerio Metropolitano, a un costado de la Ruta 5 Sur. En el camposanto los periodistas superaban en número a los dolientes, una cincuentena de personas que los agredió con golpes y piedras. La administración del cementerio tuvo que llamar a Carabineros. Algunos de los asistentes que accedieron a dar su testimonio culpaban a la prensa por la muerte de Martínez. “(Los periodistas) lo estigmatizaron ante el país”, señaló uno de los presentes. (13)
En el cotejo, muchos se negaban a creer que el joven retraído, que tocaba la guitarra, que se mostraba tan inteligente y que había crecido en su misma población, hubiese cometido los horrendos delitos de los que se le acusaba. Su madre no decía nada, pero asentía.
El abogado Quezada asistió al funeral. El juez Carrillo, no
El único orador fue el padre Nicolás Vial, capellán nacional de Gendarmería, quien había conocido a Martínez cuando tenía 18 años, en una de sus estancias en los centros penales anteriores a Colina II. La prensa, mantenida a raya por las amenazas y gestos obscenos de algunos dolientes, intentaba cubrir la ceremonia desde lejos. Luego de las palabras del padre Vial y de que el ataúd fuera sepultado, se oyó a una mujer de pelo rojo gritar:
-¡Por fin es libre! (14)
NOTAS:
(1) Colina II era el centro penitenciario que contaba con las mejores tecnologías en materia de seguridad para el año 2002. El 2007 se inauguró Santiago I, convirtiéndose en el penal más moderno de Chile hasta la fecha, de acuerdo a lo señalado por Gendarmería.
(2) Sumario interno de Gendarmería luego del suicidio de Martínez Vásquez. Sin embargo, el juez Carlos Carrillo, en una entrevista otorgada a las autoras, aclara que sólo le permitió tener la máquina de escribir en la celda, que no se la regaló.
(3) Afani, Paula y Rojas, Héctor: “Cámara de Seguridad grabó los últimos instantes de ‘El Tila’ antes del suicidio”. Diario La Tercera, 16 de diciembre de 2002.
(4) Entrevista con la médico forense Pía Smock. Julio de 2009. Según esta especialista, el ahorcamiento de Martínez corresponde a la categoría de asfixia mecánica. No son más de dos minutos los que logra mantenerse con vida una persona a causa del ahorcamiento. Dentro de este tiempo son tres las fases que desencadena una víctima de ahorcamiento antes de morir. Durante los primeros 90 segundos, está la fase cerebral o anestésica. En esta el ahorcado siente vértigo, desvanecimiento, zumbidos en los oídos, angustia, pérdida de conocimiento. A los dos minutos está la fase de la excitación córtico-medular. Sus efectos son convulsiones (lesiones), activación parasimpática (relajación de esfínteres, erección, eyaculación, sudoración, salivación) y menor sensibilidad, entre otras cosas. También, y finalmente, dentro del primer y segundo minuto está la fase asfíctica, que implica insuficiencia cardíaca derecha (cianosis), arritmia, paro cardiorrespiratorio y finalmente la muerte.
(5) Ibíd.
(6) Sumario Interno de Gendarmería, ob. Cit.
(7) “Juez Carrillo: esforzado y eficaz”. Diario El Mercurio de Santiago. 15 de julio de 2002.
(8) Ibíd.
(9) En el proceso penal antiguo, el sumario constituía toda la etapa de investigación de la causa penal, la que estaba a cargo del juez. Las primeras diligencias del sumario eran dar protección a los perjudicados; consignar las pruebas del delito que puedan desaparecer, recoger y poner en custodia cuanto conduzca a su comprobación y a la identificación de los delincuentes; decretar el arraigo de los inculpados cuando se estime conveniente y detenerlos en su caso. Tras la Reforma Procesal Penal de 2005, la labor de investigar pasó a desempeñarla el fiscal.
(10) La imposición del presidio perpetuo calificado importa la privación de libertad del condenado de por vida, el cual se rige por un régimen especial cuya principal regla es que: “No se podrá conceder la libertad condicional sino una vez transcurridos cuarenta años de privación de libertad efectiva, debiendo en todo caso darse cumplimiento a las demás normas y requisitos que regulen su otorgamiento y revocación (…) Esta pena reemplaza a la derogada pena de muerte y agrava a la que era el presidio perpetuo simple que permitía al condenado acceder a los beneficios del número 1 de este artículo, pero a los 20 años”. En: “Diccionario Jurídico Chileno”. Presidio Perpetuo Calificado, http://www.juicios.cl/dic300.html, en funcionamiento en agosto de 2009.
(11) Entrevista off the record con fuente ligada al caso. Septiembre de 2005.
(12) Entrevistas con el periodista Héctor Rojas. 30 de septiembre de 2006 y 14 de agosto de 2008.
(13) Afani, Paula y Rojas, Héctor, ob. Cit.
(14) Ibíd.
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