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“El daño que los mercaderes de la educación han hecho a los miles de jóvenes víctimas de estos abusos, a la Concertación como proyecto político socialdemócrata, al prestigio y mérito del empresariado y a la credibilidad de la economía social de mercado como tal es inconmensurable.» Prólogo de Arturo Fontaine Talavera
Las investigaciones de CIPER han jugado un rol clave en el intenso debate sobre la educación superior en Chile a partir de la irrupción del movimiento estudiantil de 2011: durante tres años publicó más de 30 reportajes en los que reveló la corrupción al interior de la Comisión Nacional de Acreditación que lideraba Eugenio Díaz, destejió la telaraña de sociedades con la que lucraron los dueños de la Universidad del Mar y mostró las enormes utilidades que el Crédito con Aval del Estado dejaba en los bancos gracias a normas que nunca fueron discutidas públicamente, por citar algunos hitos periodísticos. CIPER descorrió también el velo que ocultaba el lucro en las universidades Las Américas, San Sebastián, Santo Tomás, Uniacc, Pedro de Valdivia, Gabriela Mistral y Arcis, entre otras.
Este libro es el resultado de esas investigaciones, pero va más allá: ofrece un relato de cómo los periodistas de CIPER fueron desarrollando sus investigaciones, las pistas que siguieron y los obstáculos que enfrentaron, y entrega una mirada global y profunda sobre una crisis que no es solo efecto de la corrupción, sino también de la negligencia y la desidia de distintos gobiernos que no se atrevieron a enfrentar el lucro sin control y el deterioro progresivo de la calidad, dos problemas que han corroído al sistema de educación superior desde que este se diseñó en plena dictadura. Esa actitud ha permitido que miles de estudiantes, muchos de ellos pobres, sean estafados por universidades que son en realidad inmobiliarias disfrazadas y que ofrecen mala formación a un alto precio. Esa generación de jóvenes es la primera en sus familias en llegar a la universidad y el Estado chileno ha gastado miles de millones para que reciban una educación que en muchos casos es solo una parodia.
La frustración que siente esa generación es un costo que la sociedad chilena tardará décadas en pagar. Si hay alguna lección que sacar de esta tragedia, está justamente ahí: esto fue el daño que provocó dejar a la educación sin regulación del Estado».
Arturo Fontaine
El Centro de Investigación Periodística (CIPER) es una fundación independiente, sin fines de lucro. Su misión es publicar reportajes de acuerdo a principios de máxima calidad e integridad profesional. CIPER no tiene filiación política ni partidista. Su principal objetivo es la fiscalización del poder político, económico y social, para resguardar el buen funcionamiento de la democracia.
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CIPER fue creado por Mónica González (Premio Nacional de Periodismo 2018), quien preside la Fundación CIPER y fue directora de su equipo periodístico hasta abril de 2019. Hoy, su director es Pedro Ramírez.
PRÓLOGO
Por Arturo Fontaine Talavera
«Un día llegó un correo electrónico a CIPER. El mensaje denunciaba que Eugenio Díaz Corvalán le había puesto precio a las decisiones que adoptaba como presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). El remitente era anónimo […]. Pero adjuntaba una prueba: el contrato […]. Eugenio Díaz cobraría 60 millones de pesos por hacer todo lo necesario para conseguir la certificación de la Comisión Nacional de Acreditación para la Universidad el Mar. Díaz pedía un generoso incentivo por cada año de acreditación obtenido: 25 millones de pesos si lograba tres y 45 millones si llegaba a los cuatro. El contrato especificaba que esos premios serían pagados sólo cuando ‘la resolución haya quedado ejecutoriada, sin que pueda ser alterada’. Esto significa que ese dinero no era el pago por una asesoraría en el proceso de acreditación, sino por un fallo favorable de la institución que el mismo Díaz dirigía.»
Así comienza esta crónica espeluznante, atiborrada de hechos, de documentos, de declaraciones y —diría— hasta de confesiones de los propios protagonistas de una historia urdida, pese a lo minuciosa de la información, con verdadera tensión dramática. Se van entretejiendo motivos: se nos repite con insistencia que la veloz expansión de las universidades (el 2012 la cobertura es comparable a la de Austria, Holanda o Suecia), por malas que sean, acelera la movilidad social y combate —se asegura— la desigualdad; y todo eso, adicionalmente, beneficia a la Concertación. (Hoy sabemos que cerca del 39% de los graduados de la educación superior tiene retornos negativos, es decir, salieron para atrás: les habría ido mejor si hubiesen entrado a trabajar directamente desde la enseñanza media.) Y hay, en muchos, una fe ciega en que la industria de la educación es igual a cualquier otra industria y pocas ganas de examinar de cerca esa creencia. Y está presente la esperanza de la familia modesta que quiere que sus hijos surjan y cree que un título universitario, que respalda el Estado, sigue siendo el trampolín que era. Y, por supuesto, se abre paso la voluntad de hacer dinero rápido y en grande y a como dé lugar. El viejo y melancólico sueño de cierta izquierda chilena —«universidad para todos»— ahora, por fin, parece que se puede tocar con la mano, pero no gracias al socialismo, sino gracias al viejo y peludo capitalismo mercantilista hispanoamericano, es decir, gracias al empresario parásito del Estado…
Pero, claro, el problema es que el negocio universitario contradice la ley: las universidades deben ser fundaciones sin fines de lucro. Entonces se inventan martingalas destinadas a dejar sin efecto esa prohibición. Los controladores de la fundación universitaria sin fines de lucro son dueños de empresas comerciales que prestan servicios (por ejemplo, arriendo de edificios) a la universidad. Los mismos están a ambos lados del mesón y de ese modo extraen recursos de la corporación universitaria. Por cierto, los alumnos y sus familias ignoran que la universidad es de hecho un negocio. Así, en Chile el negocio de las universidades nace viciado. Las trampas, los abusos, las coimas y quiebras subsecuentes no son sino el deslizamiento natural de los negocios que se cultivan en la opacidad. La luz los mata. Y es lo que hemos visto: apenas los estudiantes vocearon el tema en las calles y algunos periodistas se atrevieron a encender la luz, el contubernio entre universidad sin fines de lucro y empresas relacionadas se volvió impresentable. Lo que nadie sabe bien, claro, es cómo se sale ahora de este embrollo.
«Difícil de tragar», dice Te Economist
«Sólo un 15% del gasto en educación superior (en Chile) viene de recursos públicos, comparado con un 69% que promedia la OCDE», se lee en un artículo de Te Economist publicado el 29 de octubre del 2011 y reporteado en Santiago cuando las protestas estudiantiles chilenas llamaban la atención en todo el mundo.
El resto viene de las familias. Lo que hace esto más difícil de tragar es que muchos establecimientos educacionales son empresas con fines de lucro… Tres cuartas partes de las universidades son privadas: en 1981 se les prohibió tener fines de lucro, pero muchas han sorteado esta prohibición creando compañías inmobiliarias que arriendan sus edificios a las universidades. Los estudiantes sostienen, correctamente, que la educación es un bien público. Menos justificación tiene el que quieran que todo el sistema sea «gratis» (por ejemplo, pagado por los contribuyentes) y dirigido por el Estado… El señor Piñera —él mismo es un empresario— no le hace asco a que las escuelas tengan fines de lucro. Al menos dos de sus ministros tienen un pasado ligado al negocio de la educación (como también ocurre con prominentes políticos de la oposición).
El daño que los mercaderes de la educación han hecho a los miles de jóvenes víctimas de estos abusos, a la Concertación como proyecto político socialdemócrata, al prestigio y mérito del empresariado y a la credibilidad de la economía social de mercado como tal es inconmensurable. La mentalidad tecnocrática estrecha y el talante fanático que anida en quien quiere que el mundo entero se explique a partir de un solo y rígido esquema no lo vieron nunca así y todavía no lo ven así. Para ellos el lucro encubierto no tiene importancia ni moral ni política. Para ellos todo se reduce a constatar, con una sonrisa condescendiente que, mal que mal, hay algunas universidades estatales que, según los indicadores tales y cuales, son peores que algunas privadas que de hecho tienen fines de lucro. Como si esa fuese la cuestión. Como si justamente las normas no fuesen eso que Madison llama en El Federalista «invenciones de la prudencia», es decir, reglas y prohibiciones destinadas a prevenir el abuso de poder aunque, en ausencia de ellas, por cierto, dicho abuso no se produzca de manera necesaria. Pero además quizás un asunto ético —los títulos universitarios comprometen la fe pública— no tenga significación política porque en su esquema mental rara vez lo moral tiene efectos políticos. Por eso, incluso en medio de las protestas estudiantiles, sostenían que el lucro oculto y prohibido de las universidades no era un tema de verdadera relevancia política. Se trataba, más bien, de una mera cuestión de pesos, de una demanda gremial como cualquier otra. Ni los programas ni los planteamientos de las candidaturas presidenciales habían abordado el punto.
Ante la indignación moral de los estudiantes por la mentira institucionalizada surgieron, cómo no, algunas justificaciones. Una de ellas redefine el concepto de lucro, que ahora pasa a ser equivalente a un precio superior al precio de mercado. Entonces si la universidad ha pagado a los dueños de sociedades relacionadas el precio de mercado, dichas sociedades comerciales no han lucrado y, por tanto, ni los dueños de esas empresas ni los controladores de la universidad (que son los mismos). El nuevo concepto transforma ipso facto a Citibank, a Coca Cola, Toyota y Apple en fundaciones sin fines de lucro, si es que obtienen utilidades cobrando por sus productos precios de mercado…
Para ellos, el Chile actual es irreconocible, incomprensible. Intentan explicaciones ingenuas: es una sociedad que debido al alto crecimiento económico de las últimas décadas ahora tiene muy altas aspiraciones. ¿Qué significa eso? ¿Por qué esas altas aspiraciones se orientan en sentido contrario al rumbo que traía Chile desde el retorno de la democracia? Ocurre que no se puede entender el clima político de hoy si no se sopesa lo que fue el movimiento estudiantil del 2011 y 2012. Y ese movimiento juvenil, que logró entonces el apoyo de las capas medias y derrumbó la popularidad del Presidente Piñera, no se comprende sino sobre este trasfondo. El lucro pasó a ser sinónimo de engaño y estafa porque muchísimas universidades sin fines de lucro sí tienen fines de lucro, no son lo que dicen y deben ser según la ley.
Hubo un aumento del 31% del índice de precios del consumidor (IPC) entre 2005 y 2013, pero muchas universidades aumentaron su arancel en ese período en un 80%. El alza es más pronunciada en las universidades con más alumnos con Crédito con Aval del Estado (CAE). (1) En muchos casos, la universidad cobra un arancel más alto que el que financia el CAE y la diferencia la pone la familia. Pienso que esta brutal alza del costo de los aranceles se debe, en parte, pero sólo en parte, a la necesidad de financiar proyectos de infraestructura. La generación presente ha costeado obras que aprovecharán ellos y, en especial, generaciones futuras de estudiantes. Pero en un contexto de lucro encubierto el rechazo a estas alzas enormes se entremezcla entonces, como es natural, con la sospecha y la desconfianza. ¿No serán cobros indebidos? De allí la fuerza que tiene la demanda por la gratuidad de la universidad. Inusitadas alzas de aranceles más universidad masificada más lucro ilegítimo resultó ser una combinación explosiva. Porque, sabemos, detrás de una gruesa muralla de mentiras se parapetan empresarios y grupos políticos poderosos. ¿Qué más puede pedir un dirigente estudiantil que combatir adversarios de ese calibre? Así fue como se produjo la ruptura más significativa desde el retorno de la democracia.
El sociólogo Carlos Cousiño dice que para las clases medias hay dos dimensiones que son las fundamentales y en base a las cuales constituye su identidad: la educación y el consumo. Chile, un país de pobres, pasó durante los años de la Concertación a ser un país de capas medias y, de pronto, en ambas dimensiones se desmoronó al mismo tiempo la confianza. En la educación, por lo que he anticipado y este libro retrata. En el consumo, por acuerdos monopólicos entre las farmacias, acusaciones de cobros indebidos en las tarjetas de crédito y la estrepitosa quiebra de La Polar que tiene su equivalente en el campo educacional en la quiebra de la Universidad del Mar. El tema del abuso de los poderosos pasó a ser una preocupación central.
Por supuesto, en muchas universidades con fines de lucro encubierto se abusó de las asimetrías de información propias del proceso educacional en el que quienes «saben» (se supone) definen qué deben saber quiénes «no saben» (se supone). Esto es en el fondo siempre así, aunque a los profesores nos guste repetir —de buena fe y con cierta razón— que aprendemos mucho de nuestros alumnos. Además, quienes «no saben» pueden tardar mucho en estar en condiciones de evaluar a quienes «saben» y los educaron. Además, quienes «no saben» tienen sólo por un breve tiempo la posibilidad de llegar a «saber», de modo que si yerran o son engañados el perjuicio es irreversible. Y, por supuesto, no todos abusaron. Cuando se produce un apagón no todos corren a saquear los supermercados. El punto es que los mecanismos subrepticios instalados lo permitían y lo permiten. El punto es que la desigualdad de conocimientos que caracteriza inevitablemente a la educación facilita la explotación y el fraude, haciéndolos difícilmente detectables, salvo en casos extremos o por la vía de medios indirectos, imperfectos y, a menudo, tardíos. Y en este contexto el afán de lucro es un poderosísimo aliciente para sacar provecho ilegítimo. Y si se ofrecen recursos del Estado, como becas, la tentación se multiplica. Es lo que ocurre con alarmante frecuencia en Estados Unidos donde las universidades con fines de lucro son legales. Es lo que ha ocurrido en Chile donde están prohibidas.
¿Cuánto puede valer la acreditación de una universidad?
Corría el año 2010 y a esas alturas se sabía bien que la acreditación por parte de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) valía mucho. No sólo en prestigio y, por tanto, en la posibilidad de atraer mejores alumnos y profesores, sino que en dinero. Porque sólo los alumnos de las universidades acreditadas podían tener acceso al CAE, el sistema de préstamos financiados por el Estado gracias al cual una parte significativa de los estudiantes de las universidades podía pagar las matrículas. En la Universidad Santo Tomás o la Universidad Autónoma, por ejemplo, casi el 75% de sus alumnos cancelaba su matrícula en virtud del CAE. Para las universidades masivas que apuntan al mercado de los jóvenes de familias menos informadas y con menores ingresos, la acreditación de la CNA es la llave para el CAE (más de 568 mil millones de pesos entre 2006 y 2012) y el CAE, a su vez, la llave que permite la expansión del flujo proveniente de la matrícula y, por tanto, del negocio que, fundamentalmente, aprovecha economías de escala. Se nos informa por parte de la Superintendencia de Valores y Seguros que el año 2010 «la suma de los ingresos de operación de las instituciones universitarias alcanzaba a aproximadamente unos dos billones y fracción de pesos chilenos (unos cuatro mil millones dólares)».
Y mientras la prensa daba cuenta de ventas de universidades «sin fines de lucro» por sumas exorbitantes y un rector anónimo comparaba con desparpajo en un semanario su negocio con el retail, ¿en qué estaban las autoridades? Este libro recoge varios testimonios. Por ejemplo, la ex ministra de Educación Yasna Provoste afirma que «por lo menos a mí en ese momento no se me comentó nada… Yo por lo menos no tuve conocimiento». Quizás sea más representativa la opinión de la ex ministra Mariana Aylwin: «No es que no hayamos sabido que eso existió, yo creo que todos saben que existió, lo que pasa es que se ajustaba a la ley… Es un tema muy difícil de fiscalizar… Nuestra preocupación fundamental tenía que ver con crear un sistema de acreditación que asegurara la calidad». Es decir, en lugar de proponer una ley que estableciera de modo más efectivo la prohibición del lucro otorgando facultades fiscalizadoras y estableciendo sanciones disuasivas o, derechamente, apuntar a derogar la prohibición y legalizar las universidades con fines de lucro trasparentando así el estado de cosas imperante, se prefirió crear una institución del Estado para evaluar la calidad de las universidades dejando en las sombras la cuestión del lucro indebido. A estas alturas, para muchos la señal que daba la autoridad era que ese lucro indebido tal vez ya no era indebido, y la prohibición aunque todavía vigente, por así decir, estaba en desuso. Con todo, es sintomático que se haya optado por este procedimiento oblicuo —controlar la calidad con todos los bemoles que eso implica— y no se haya querido ni cerrar los resquicios y cortar de veras el lucro ni tampoco admitirlo francamente. Este procedimiento oblicuo quizás sea un síntoma de mala conciencia.
De todos los muchos ministros de Educación de las últimas décadas, Felipe Bulnes fue, con seguridad, el único que condenó tajantemente este estado de cosas. «La ley no solamente hay que cumplirla en la letra sino también en el espíritu», afirmó en el programa de Chilevisión Tolerancia cero. En ese mismo programa su antecesor en el cargo tuvo que admitir que había vendido sus intereses en una inmobiliaria que arrienda edificios a una universidad controlada por los mismos dueños de la inmobiliaria. Poco después, ante la conmoción producida, debió renunciar. Corría el año 2011 y las marchas estudiantiles empezaban a transformar la agenda. El poder de la retórica tecnocrática del Gobierno se diluía, el país ya era otro. Por lo tanto, las rotundas palabras del nuevo ministro Bulnes en ese momento y en ese lugar tenían una fuerte carga moral y política. Sin embargo, el proyecto de ley que en definitiva emanó de su cartera, como expliqué en la Comisión de Educación del Senado y luego publiqué en CIPER, era, a mi juicio, nada más que un tigre de papel. Pese a los esfuerzos que desplegó el Gobierno, no prosperó.
La rendija se llamó Eugenio Díaz
Entre tanto, la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), la institución creada para controlar la calidad de las universidades, no había podido soportar la presión de intereses tan formidables. La estructura, pese a estar mal concebida, con todo, resistió, crujió, pero al fin terminó por ceder. La rendija se llamó Eugenio Díaz, que terminaría acusado por la Fiscalía de los delitos de soborno, cohecho y lavado de activos. Se cuenta en esta crónica que en tiempos de Pinochet, Díaz, que es abogado, participó en una organización política de izquierda, que tomó riesgos, que en 1981 fue descubierto y capturado por la Central Nacional de Informaciones (CNI), que «estuvo cuatro meses preso acusado de asociación ilícita y fue torturado». Después se vinculó al «movimiento sindical trabajando como asesor directo del máximo líder de la entonces Coordinadora Nacional Sindical, Manuel Bustos», y participó más tarde en «la refundación de la Central Única de Trabajadores (CUT) en 1988».
¿Cómo un hombre con ese pasado, en el que hay valentía y entrega a ciertos ideales políticos, se encuentra nel mezzo del camin di nostra vita en posesión de la llave del suculento CAE y al año debe responder acusaciones de soborno?
En el gobierno de Eduardo Frei es nombrado director ejecutivo del Centro Nacional de la Productividad y la Calidad (CNPC), donde empieza a dar forma a una red de influencias. En ella figuran Andrés Lastra y Ángel Maulén, dos ex dirigentes estudiantiles de la DC, y Daniel Farcas que había militado en la Izquierda Cristiana. Más tarde, Ángel Maulén, a partir de su exitoso Preuniversitario Pedro de Valdivia, comprará la Universidad Mariano Egaña «transformándola en la Universidad Pedro de Valdivia». Díaz aparece en la CNAP, antecesora de la CNA, y al poco tiempo es el presidente de la comisión de pares evaluadores que debe informar sobre la Uniacc, cuyo dueño era Andrés Guilof. Daniel Farcas es el prorrector y Andrés Lastra el vicerrector académico. La Uniacc obtuvo dos años de acreditación y a los cuatro meses Díaz es nombrado subdirector de la Escuela de Derecho. Pese a ello, se mantiene trabajando en paralelo como evaluador de universidades. Ya creada la CNA, Andrés Lastra y Daniel Farcas gestionan el nombramiento de Eugenio Díaz como consejero, lo que logran por el período 2007-2011 gracias al apoyo de la Corporación de Universidades Privadas (CUP). La Uniacc recibió tres años más de acreditación, «lo que le permitió acceder a otros 896 millones de pesos de Crédito con Aval del Estado». Díaz, como trabajaba en la universidad, se abstuvo de votar, pero se empeñó activamente y consiguió los votos. Entonces Andrés Guilof vendió la universidad al Grupo Apollo en 40 millones de dólares. Díaz pasó a ser un asesor de la Uniacc y, además, comenzó a trabajar para la Universidad Andrés Bello del Grupo Laureate.
Así las cosas, la Uniacc firmó un contrato en el que Díaz recibía «50 millones de pesos más un premio por año de acreditación que obtuviera: 15 millones si conseguía dos años, 25 millones por tres años, 50 millones si le daban cuatro años. Y si conseguía cinco años de acreditación para la Uniacc, entonces Eugenio Díaz se llevaba el premio máximo: 100 millones pesos». Fue posiblemente la primera vez que Díaz cobró por gestionar y lograr la acreditación especificando bonos según el número de años obtenidos.
El 2010 Díaz es designado presidente subrogante de la CNA. Durante ese período «todas las instituciones que se presentaron para ser acreditadas por ese organismo lo consiguieron: 16 universidades, 5 centros de formación técnica y 10 institutos profesionales», incluidas las universidades Pedro de Valdivia, Arcis y del Mar. Sobre cada uno de estos tres casos espectaculares, este libro tiene mucho qué contar. Y también, por cierto, acerca de muchas otras universidades y sus controladores.
El 9 de abril de ese año 2010 Eugenio Díaz renuncia súbitamente a su asesoría a la Uniacc. ¿Por qué? Su amigo Andrés Lastra a su vez ha debido renunciar a esa universidad ante la denuncia del escándalo de las Becas Valech. El rector de la Uniacc es para entonces Daniel Farcas quien al año siguiente, como presidente de la Corporación de Universidades Privadas (cup), lograría que Díaz fuera nombrado «como representante de las escuelas de Derecho en el recién creado Instituto de Derechos Humanos». La Uniacc recibió sobre 15.000 millones de pesos del Fisco destinados a las Becas Valech, que entregaron recursos para estudiar a personas que sufrieron tortura y prisión durante la dictadura. La Uniacc creó algunos cursos especiales para beneficiados de la Ley Valech, como el Programa Universitario en Comunicación, Gestión y Nuevas Tecnologías, que duraba dos años y costaba más que Medicina en la Universidad de Chile. 1.500 personas, víctimas de la dictadura o descendientes de ellos, cayeron en la trampa. La Uniacc captó más del 50% de los recursos de las becas Valech. Otras universidades beneficiadas fueron Arcis y Las Américas.
El Estado convertido en un Viejo Pascuero
Hay en este libro, debo decirlo, opiniones e interpretaciones que a veces no comparto. Por ejemplo, se hacen dos críticas al sistema de donaciones a las universidades. La primera es que las empresas concentran sus donaciones principalmente en universidades a las que va una importante proporción de jóvenes acomodados, como Los Andes, la Pontifica Universidad Católica y la Universidad de Chile. Y es verdad, a mi juicio, que sería conveniente que muchas empresas abrieran su espectro y desarrollaran su filantropía con una visión más nacional y de largo plazo. Pero no me parece que sea una crítica al sistema mismo, sino a la forma como ha tendido a operar hasta ahora. La segunda crítica, planteada por un profesor universitario, es que las donaciones le quitan autonomía a la universidad. El tema requeriría, me parece, un análisis más pormenorizado. Desde luego, no se adjunta prueba alguna de lo que se afirma. En seguida, la filantropía con beneficios tributarios es lo que hoy da empuje a las mejores universidades del mundo: Harvard, MIT, Princeton, Yale, Columbia, Stanford, Duke, Caltech, Chicago, Johns Hopkins… Las universidades inglesas que, como las ya mencionadas, se ubican en los primeros lugares de los ránkings internacionales —Cambridge, Oxford, UCL e Imperial College— cada vez apuestan más a la filantropía. Por ese tipo de universidades pasa hoy la frontera del conocimiento. Es posible que sea necesario regular las relaciones entre donante y universidad, es posible que la institución del tenure ayude a la autonomía del profesor. Pero el riesgo de captura también existe, por cierto, cuando las donaciones y aportes vienen del Estado. La necesidad de una regulación vale en ambos casos. El «ogro filantrópico», como llamó Octavio Paz al Estado benefactor de la cultura, puede fácilmente atenazar la cultura, que es justamente lo que denunció Paz.
Uno de los efectos colaterales que ha tenido esta zona gris de las universidades sin-pero-con fines de lucro, ha sido, en mi opinión, dañar y desprestigiar la filantropía universitaria. Si las universidades son un negocio como el retail, ¿qué sentido tiene donarles dinero? ¿Alguien siente que debe donarle a Falabella o al Jumbo? Y, no obstante, pese a este clima hostil han surgido y han ido consolidando su prestigio universidades sin fines de lucro, en algunos casos con el respaldo de donaciones e incuestionable mérito académico: las universidades Adolfo Ibáñez, Los Andes, Diego Portales, Finis Terrae y Padre Hurtado. Chile tiene una sólida tradición de universidades privadas sin fines de lucro: la Católica, la de Concepción, la Católica de Valparaíso, la Austral, la Santa María.
El descrédito de las universidades con fines de lucro encubierto ha hecho perder la confianza en las universidades privadas y robustecido la fe en el Estado como figura paterna. Me temo que esté propagándose un espejismo. Los funcionarios que administran el poder del Estado no por eso se vuelven angelicales. Las investigaciones de este libro muestran hasta qué punto las instituciones fiscalizadoras del Estado son vulnerables, hasta qué punto es difícil escribir leyes que logren encauzar las conductas, que no dejen vacíos que las vuelvan inefectivas o establezcan incentivos contraproducentes, y hasta qué punto se nos escapan, y muy a menudo, los efectos no buscados. De una fe naïf en el empresario podemos pasar con la inevitable simplicidad de un péndulo a abrazar una fe naïf en el Estado, convertido en una suerte de Viejo Pascuero. Leo el ránking del US News and World Report 2014-2015 que acaba de ser publicado. La primera universidad estatal es Berkeley que es la número 20… Todas las anteriores son privadas y sin fines de lucro. Y eso ocurre en un país donde las universidades con fines de lucro existen y son legales. Si los chilenos queremos incorporarnos creativamente al futuro, si queremos participar de verdad en la sociedad del conocimiento debemos estudiar con cuidado cómo se organizan las universidades en las que se está inventando el mundo de mañana.
Un piloto de barco se hunde al timón de la Universidad del Mar
«Como piloto de un barco de turismo que recorría la bahía de Valparaíso» se ganaba antes la vida Héctor Zúñiga, rector y uno de los cuatro dueños de la Universidad del Mar, cuyos orígenes se remontan a un instituto profesional creado en 1988. La universidad, académicamente muy precaria y que tenía 3.900 alumnos en dos sedes y 18 carreras, a los dos años de obtener las autorizaciones del caso tenía «192 carreras en 14 ciudades». Los recursos de la universidad se succionaban, según esta investigación de CIPER, a través de una red de 85 sociedades. El 2010, Raúl Urrutia, que era rector desde hacía poco, renunció denunciando que mientras no conseguía dinero para «pagar a los docentes y trabajadores» (faltaban 250 millones de pesos para sueldos y las deudas previsionales alcanzaban los 554 millones de pesos) los controladores de la universidad y dueños de las inmobiliarias que les arrendaban los edificios «decidieron privilegiar sus intereses económicos pagando a las inmobiliarias, a través de las cuales traspasaron 600 millones de pesos recibidos de matrícula e ingresos del CAE». Pero como las inmobiliarias no tenían edificios lo que hacían era «arrendárselos a un tercero y luego subarrendarlos a la universidad a un precio mayor». En el caso de la sede de Reñaca el edificio fue construido «con recursos de la universidad, pero quedó en manos de las inmobiliarias del Mar y Rancagua, empresas controladas por los cuatro socios». Mecanismos parecidos usaron otros que resultaron ser más aptos para estos negocios que los controladores de la Universidad del Mar o tuvieron más suerte, y de ellos, claro, sabemos menos.
Conseguida la codiciada acreditación, con la colaboración de Eugenio Díaz, según se desprende del contrato con que se inician estas líneas, el fondo de inversiones Southern Cross —el mismo involucrado en la bullada quiebra de La Polar, una empresa de retail— estaba en avanzadas negociaciones para comprar la Universidad del Mar. ¿El precio? «Algunas fuentes hablan de 50 millones de dólares.» Sin embargo, en agosto del 2011 Southern Cross paralizó la compra. La verdad era que la universidad estaba al borde de la quiebra. Según declaró a CIPER el presidente de la Región Andina de Laureate International, Jorge Selume, en esas circunstancias el gobierno lo sondeó para que comprara la Universidad del Mar: «Fue el gobierno el que nos pidió y mi respuesta fue: ¡cómo me puedes hacer esa pregunta! Yo estaba dispuesto a eso cuando creía que no era delito pero hoy día, sabiendo que esto es delito y que todo el mundo considera que esto es delito, ¡cómo se te ocurre que voy a comprar la Universidad del Mar o me voy a hacer cargo de esos alumnos!»
Cuando la Universidad del Mar quebró, unos 18.000 alumnos quedaron con sus estudios incompletos, con graves dificultades para ser aceptados en otras universidades y para obtener reconocimiento de los cursos aprobados. Los graduados vieron caer abrupta e irremediablemente el valor de sus títulos. Los testimonios de estos jóvenes en la televisión fueron lapidarios. Recuerdo en particular el de una muchacha de Talca. La entrevista era en una casa modesta, se veía a ratos a su madre, atrás. No recuerdo ni su nombre ni sus palabras. La expresión de su rostro es lo que no puedo olvidar. Cuando Mónica González me propuso escribir este prólogo mi primera reacción fue decirle que no. En su momento, creo haber dicho sobre este tema lo que sentí que debía decir y no quiero parecer majadero. Me senté a mandarle un mensaje de ese tenor. Entonces se me vino a la mente la cara de esa muchacha de Talca y me encontré escribiendo lo que usted termina de leer
(1). Ricardo Espinoza y Sergio Urzúa, «Gratuidad en la educación superior en Chile en contexto», Documento de Trabajo núm. 4, Clapes UC, 2014.
Capítulo 1
Una estafa perfectamente legal
Un día llegó un correo electrónico a CIPER. El mensaje denunciaba que Eugenio Díaz Corvalán le había puesto precio a las decisiones que adoptaba como presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). El remitente era anónimo, lo que hacía desconfiar de la acusación. Pero adjuntaba una prueba: el contrato de asesoría entre la sociedad Gestión Limitada —propiedad de Eugenio Díaz, su esposa y sus dos hijas— y el rector de la Universidad del Mar, Héctor Zúñiga. El documento había sido firmado el 20 de enero de 2011.
La deficiente calidad formativa de la Universidad del Mar (UDM) era conocida en el mundo académico y entre los funcionarios vinculados a la educación. Sus propios alumnos la apodaban «la Universidad del Mal». Sin embargo, el 1 de diciembre de 2010, nueve consejeros de la Comisión Nacional de Acreditación, con Eugenio Díaz como presidente, evaluaron a la UDM y, para sorpresa de muchos, la aprobaron. Le dieron dos años de acreditación, gracias a lo cual la universidad pudo acceder a cerca de 6.000 millones de pesos proveniente de fondos públicos, específicamente del Crédito con Aval del Estado (CAE). (1)
El contrato entre Gestión Limitada y Héctor Zúñiga parecía explicar esa sorpresiva decisión. Eugenio Díaz cobraría 60 millones de pesos por hacer todo lo necesario para conseguir la certificación de la Comisión Nacional de Acreditación para la Universidad del Mar. Pero dado que esta aprobación podía extenderse de uno a siete años, Díaz pedía un generoso incentivo por cada año de acreditación obtenido: 25 millones de pesos si lograba tres y 45 millones si llegaba a los cuatro. El contrato especificaba que esos premios serían pagados sólo cuando «la resolución haya quedado ejecutoriada, sin que pueda ser alterada». Esto significa que ese dinero no era el pago por una asesoría en el proceso de acreditación, sino por un fallo favorable de la institución que el mismo Díaz dirigía.
Meses antes de ese correo, CIPER había publicado un reportaje que ponía en duda el profesionalismo de la Comisión Nacional de Acreditación, entidad que entre 2006 y 2012 había distribuido 568.552 millones de pesos en el sistema de educación superior. En esencia, el reportaje explicaba que, debido a un conjunto de leyes mal hechas y aplicadas con desidia por funcionarios clave, la CNA había entregado miles de millones de pesos a instituciones de mala calidad. Esas instituciones se dedicaban a formar a los estudiantes más pobres del sistema.
En esa investigación había aparecido por primera vez el nombre de Eugenio Díaz Corvalán. Diversas fuentes lo catalogaban como un experto en acreditación y, al mismo tiempo, como un «operador político» del Partido por la Democracia (PPD) con fuertes vínculos con la Iglesia Católica y el mundo de los derechos humanos. Había sido elegido consejero de la Comisión Nacional de Acreditación en representación de las universidades privadas y se decía que allí cumplía muy bien su tarea: defender específicamente los intereses de las catorce entidades reunidas en la Corporación de Universidades Privadas (CUP), entre las que estaba la Universidad del Mar (2). Esto último se afirmaba sotto voce, pues la CNA se preciaba de ser un organismo técnico compuesto por consejeros independientes.
Ser miembro de ese consejo parecía no ser un impedimento para ocupar, simultáneamente, altos cargos en instituciones que luego eran evaluadas por la misma Comisión Nacional de Acreditación. Por ejemplo, entre 2009 y 2011, Eugenio Díaz estuvo encargado del área de acreditación de la Universidad Nacional Andrés Bello (UNAB). Su tarea era conseguir que las carreras que ofrecía esa entidad fueran aprobadas por alguna de las nueve empresas acreditadoras que funcionan en el mercado.
Esas empresas, sin embargo, estaban sujetas a la supervisión de la Comisión Nacional de Acreditación. Ocurría entonces que el trabajo de Eugenio Díaz en la UNAB era fiscalizado por las firmas acreditadoras; luego, como consejero de la CNA, él evaluaba lo realizado por esas mismas sociedades acreditadoras. Su posición de juez y parte era conocida, pues constaba en su declaración de intereses, pero ninguna autoridad había estimado que eso era irregular. Tampoco hubo ni un solo reparo por parte de las universidades públicas.
El equipo de CIPER encontró un antecedente aun más inquietante: en 2010, cuando Eugenio Díaz asumió como presidente subrogante de la Comisión Nacional de Acreditación, todas las instituciones que se presentaron para ser acreditadas por ese organismo lo consiguieron: dieciséis universidades, cinco centros de formación técnica y diez institutos profesionales (3). Desde la más sólida a la más precaria institución, todas se fueron con al menos un año de acreditación bajo el brazo. Los casos que más llamaron la atención fueron los de las universidades Tecnológica Metropolitana, Pedro de Valdivia, Arcis y del Mar. Ninguna había logrado antes pasar esta prueba y en 2010 lo hicieron aunque por un período muy breve: la UTEM y la Pedro de Valdivia recibieron un año; Arcis y del Mar, dos.
Bastaba conocer un poco el sistema de educación superior para saber que esa oleada de acreditaciones no reflejaba la realidad. Pero, ¿qué significaba esto entonces? ¿Sólo era negligencia de los integrantes de la Comisión Nacional de Acreditación? Ninguna autoridad había reaccionado tampoco ante esa injustificada marea, donde cada «sí» mal dado implicaba miles de millones de pesos públicos entregados a entidades que ofrecían una formación deficiente. ¿Nadie en el Ministerio de Educación se había informado debidamente de lo que pasaba? ¿Qué hacía entonces el alto directivo de ese ministerio que debía asistir a las sesiones de la CNA? ¿Cómo era posible ese silencio de la autoridad si bastaba con que un funcionario revisara las acreditaciones de ese año 2010 para que se diera cuenta de inmediato que la CNA era como un semáforo que se había quedado pegado en la luz verde?
Un ex consejero de la Comisión Nacional de Acreditación dijo a CIPER que la presión de Eugenio Díaz había sido central para que las universidades del Mar y Pedro de Valdivia lograran acreditarse. Aseguró que ambas instituciones habían encontrado mucha oposición dentro de la CNA, como consecuencia de su precariedad académica y/o financiera, y Díaz sólo había podido imponer su voluntad usando el «voto dirimente», una instancia a la que tenía derecho por ser el presidente y que servía para definir las situaciones de empate. Confirmar eso era difícil. Las sesiones de la Comisión Nacional de Acreditación se desarrollaban casi en secreto. No quedaba registro de los argumentos expresados por los consejeros ni de la votación de cada uno, ni tampoco se hacían minutas de los acontecimientos relevantes ocurridos durante las sesiones, como un empate definido por el presidente con su «súper voto». Las actas sólo consignaban que la acreditación se había aprobado por mayoría o por unanimidad y eso era todo.
La búsqueda de CIPER, sin embargo, no fue infructuosa. En el acta correspondiente a la evaluación de la Universidad Pedro de Valdivia, la consejera María Elena González dejó constancia de su oposición a esa acreditación. Era un acto completamente inusual. Algo debía estar muy mal en esa universidad —y en la CNA— como para que ella quisiera dejar un «no» tan visible. Aguas turbulentas se agitaban bajo la tranquila superficie de esta entidad «técnica».
La consejera María Elena González no habló con CIPER. Argumentó que la ley le impedía referirse a lo que ocurría en las sesiones de la CNA. Otras personas que sabían cómo se habían desarrollado las acreditaciones también rehusaron hacer público su testimonio: sin registros documentales, era la palabra de ellos contra la de Eugenio Díaz y nadie quería subirse a ese ring. Se excusaban citando la ley, pero en algunas respuestas se percibía cierto temor por ese consejero. ¿Qué rol jugaba Díaz realmente? Su favoritismo hacia la acreditación parecía una postura ideológica: la convicción de que había que apoyar a todas las instituciones privadas por más precarias que fueran. Pero, ¿lo movía también un beneficio personal? El equipo de CIPER publicó ese primer artículo sobre la Comisión Nacional de Acreditación con la sensación de que habíamos estado cerca de algo muy importante, pero se nos había escapado. (4)
Ese reportaje, sin embargo, rindió frutos. El haber puesto a Eugenio Díaz sobre el escenario motivó a quienes conocían sus operaciones a entregar información. Una fuente aseguró que Díaz había ejercido una fuerte influencia en las injustificadas acreditaciones de las universidades Uniacc y SEK. Otras personas que conocían bien cómo funcionaba por dentro la Universidad del Mar entregaron detalles que graficaban la pésima calidad de la educación que impartía, sobre todo en sus sedes de Arica y Punta Arenas, insistiendo en que era imposible que su acreditación no estuviera viciada.
Pero tal vez uno de los mayores éxitos de ese reportaje fue que, tras leerlo, una de las personas que tenía copia del contrato de Eugenio Díaz con la Universidad del Mar decidió que el documento no debía seguir siendo secreto y lo envió a CIPER el 17 diciembre de 2011. (5)
El contrato confirmaba las dudas sobre la validez de la acreditación de la Universidad del Mar y dejaba claro que las familias que habían matriculado a sus hijos en ella, confiando en la palabra de la Comisión Nacional de Acreditación, organismo oficial, habían sido engañadas. En el rompecabezas que CIPER estaba tratando de armar, el contrato encajó a la perfección y permitió tener una primera mirada global del asunto: el negocio de Eugenio Díaz con la Universidad del Mar no era un caso aislado. Había otros datos que permitían al menos sospechar que Díaz había hecho algo parecido con la Universidad Pedro de Valdivia y tal vez también con la Universidad SEK. Las sospechas, por supuesto, no se publican, pero orientan y ayudan a entender y enlazar qué tipo de antecedentes se tiene ante los ojos. Y esta historia tenía el potencial de afectar la credibilidad del sistema de educación superior.
Pero ni la más fértil imaginación habría podido prever que, menos de un año después, Eugenio Díaz sería acusado de los delitos de soborno, cohecho y lavado de activos y pasaría seis meses en la cárcel (6). La investigación de sus actos arrastró a los rectores-dueños de la Universidad del Mar, Héctor Zúñiga, y de la Universidad Pedro de Valdivia, Ángel Maulén. Ambos fueron acusados de cohecho y lavado de dinero y también estuvieron seis meses en prisión preventiva en la cárcel Capitán Yáber.
La investigación del Ministerio Público mostró que la red de negocios de Eugenio Díaz se había extendido como un cáncer y afectaba las acreditaciones de las universidades Gabriela Mistral, Bernardo O’Higgins y SEK, entre otras. La mayor parte de las instituciones con las que se vinculó Díaz tenían un factor común: ofrecían educación a los jóvenes más pobres, a los que eran los primeros en sus familias en llegar a la universidad.
Las investigaciones periodísticas tienen períodos de calma y períodos de frenesí. La llegada del contrato aceleró las cosas, pues el informante envió su correo a CIPER con copia al secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Acreditación, Patricio Basso Gallo. Era una forma de decirle a Basso que si no hacía nada tendría a CIPER encima. Basso actuó diligentemente. Al día siguiente envió un oficio a la Contraloría General de la República. Allí se estimó que había posibles delitos y, junto con iniciar una investigación administrativa, hizo una denuncia ante el Ministerio Público.
El 18 de enero de 2012 fue ingresada oficialmente en la Fiscalía Oriente la denuncia de la Contraloría por los posibles ilícitos cometidos por Eugenio Díaz en las acreditaciones otorgadas por la Comisión Nacional de Acreditación. Dos fiscales fueron asignados al caso: Carlos Gajardo y Pablo Norambuena (7). Cuando CIPER publicó dos extensos artículos revelando las implicancias y consecuencias del contrato de la acreditación de la Universidad del Mar, ya había dos investigaciones públicas en marcha. (8)
Estos reportajes expusieron las precarias condiciones de muchas de las catorce sedes que tenía la Universidad del Mar y en las que estudiaban en ese momento cerca de 22 mil alumnos. Mostraron cómo una y otra vez la UDM había fracasado en su intento por acreditarse ante la CNA, hasta que, sorpresivamente, lo consiguió en 2010, cuando Eugenio Díaz era su presidente. (9)
En esos dos artículos se incluyó la única entrevista que ha dado Eugenio Díaz desde que CIPER hizo estallar la venta de acreditaciones. Sólo aceptó hablar por teléfono. Se lo notaba muy preocupado a pesar de que insistía en que no había nada irregular en el contrato. Dijo que cuando lo suscribió no lo inhibía ningún impedimento legal, pues había dejado de ser presidente unas semanas antes de firmarlo. (10)
— ¿No le pareció incompatible firmar un contrato con la Universidad del Mar siendo presidente de la CNA?
—No creo que siendo presidente haya firmado ningún contrato. Además, uno puede tener contratos con universidades, hacer asesorías y, llegado el momento de tomar decisiones, inhibirse si tiene que acreditar a esa institución. Eso es lo que establece la ley. Yo tuve una asesoría en la Universidad del Mar el primer semestre del año pasado, pero ya no era presidente. El 6 de enero de 2011, o por ahí, venció mi mandato como miembro de la comisión anterior. En la actual Comisión Nacional de Acreditación nunca he sido presidente. Hubo un período como de dos meses en que no hubo ningún presidente. Como le digo, no hay ninguna incompatibilidad legal para hacer aquello.
—El contrato dice que usted recibe dineros extra en caso de lograr una acreditación por más años.
—Bueno, pero ese contrato se terminó en agosto… en julio del año pasado. Desde julio del año pasado no hago nada, nada, nada para ninguna… para la Universidad del Mar [la precisión la hizo pues en ese momento se encontraba asesorando a la Universidad Bernardo O’Higgins, hecho que se desconocía].
— ¿Es normal que funcionarios de la CNA asesoren a universidades?
—No, no creo, no sé, no tengo idea. Lo que pasa es que no tenía ninguna vinculación con universidades en ese minuto. Eso era todo. Hay otros que trabajan en universidades, ¿te cachas?
—Usted es parte de una comisión cuyo deber es fiscalizar…
—Bueno, pero evalúenlo ustedes. Perdóneme, pero tengo que entrar a otra reunión. Estoy urgidísimo…
El argumento central de Eugenio Díaz tenía asidero y se podía resumir así: estaba claro que el contrato era una vergüenza, ¿pero era ilegal? Un rápido chequeo mostró a CIPER que la ley tenía una fractura y que, descolgándose a través de ella, Díaz podía, sino escapar, al menos hacer difícil que la justicia le cayera encima.
Para Eugenio Díaz eso ponía un punto final al tema. Muchas personas suelen pensar así.
Pero la investigación periodística, afortunadamente, es más amplia. Lo legal es sólo una parte de la historia. El contrato suscrito por Eugenio Díaz sugería muchas preguntas de interés público. Había que preguntarse, por ejemplo, de qué les servía a las familias que habían elegido la Universidad del Mar que ésta lograra acreditarse a través de engaños. Y de qué le servía al Fisco que los recursos que destinaba a educación superior se distribuyeran a través de funcionarios cooptados por organismos privados. Y cuando los fiscales que investigaban los actos ilícitos debieron sacudir la legislación para intentar que este impresentable contrato no resultara «perfectamente legal», fue necesario ir más allá de la letra de la ley y preguntarse cómo había pasado esto. Las leyes no caen del cielo. Alguien las hace. ¿Por qué el Congreso había dejado a la Comisión Nacional de Acreditación tan vulnerable? ¿Por qué no prohibieron y sancionaron este tipo de relaciones entre fiscalizador y fiscalizado? Esas preguntas abrían una enorme área de investigación.
Otra duda importante no quedó resuelta en esos artículos. La Universidad del Mar había logrado su acreditación veinte días antes de que su rector decidiera contratar a Eugenio Díaz. ¿Significaba eso que la acreditación de la UDM estaba «limpia»? Todo parecía indicar que no, ¿pero cómo demostrar que Díaz había tenido intereses personales al acreditar a la UDM si en ese momento aún no tenía un contrato con ella? Probablemente había otros hechos que CIPER desconocía y que explicaban esta extraña secuencia. Una nueva área de investigación quedaba abierta.
No hay que extrañarse de la cantidad de preguntas que provocó el contrato enviado a CIPER. Sólo en las novelas el hallazgo de un documento clave lo resuelve todo. En la investigación periodística los documentos sirven, generalmente, para hacer nuevas preguntas. Si se tiene suerte, esas nuevas preguntas serán más precisas.
En el desarrollo de esos reportajes, CIPER entrevistó al entonces rector de la Universidad del Mar, Sergio Vera, presidente de la Junta Directiva de la universidad y uno de los cuatro dueños de esa casa de estudios.
— ¿Entiende usted lo que significa que el presidente de la comisión que votó por acreditar su universidad, pocos días después sea contratado por esa misma universidad?
—Eso ya es estar haciendo presunciones. Usted comprenderá que son insinuaciones un tanto graves. Aquí no hay nada que entender. Esto es un hecho.
— ¿No le parece irregular?
—No lo interprete. No trate de buscar interpretación. La acreditación tiene una fecha y el contrato tiene otra. Eso es un hecho simplemente.
La interpretación que Sergio Vera quería evitar a toda costa fue minuciosamente trabajada por CIPER y también por el Ministerio Público en los meses siguientes. Y los extensos interrogatorios y la incautación de documentos mostraron —como se detallará luego— que la acreditación había que entenderla en un contexto financiero más complejo: en el intento de venta de la Universidad del Mar al fondo de inversiones Southern Cross (11). La acreditación resultaba clave para que la UDM fuera comercialmente atractiva para ese inversionista; y el contrato firmado con Eugenio Díaz para obtener esa acreditación, y con ello los fondos del CAE, aseguraba la apuesta hecha por los dueños de la UDM para concretar un negocio aún más apetitoso. Para la Fiscalía no había dudas: Díaz había sido una pieza en la negociación.
Considerando las consecuencias que tuvo esta historia, no deja de ser curioso que el efecto inmediato de la publicación de estos dos reportajes haya sido cero. Eugenio Díaz continuó en su cargo por un mes y medio más y siguió asistiendo a las reuniones de la CNA y votando en las acreditaciones de una veintena de carreras e instituciones sin que en las actas quedara evidencia de que algún consejero se oponía.
¿Cómo era posible que el engaño a veintidós mil estudiantes no activara ninguna alarma del sistema educativo ni de los medios de comunicación ni tampoco de la clase política? Pues por la misma razón que nadie reparó en la ola de acreditaciones que impulsó Eugenio Díaz mientras dirigió la Comisión Nacional de Acreditación, ola que llevó a que resultaran aprobadas muchas instituciones muy precarias que educaban a los sectores más precarios.
Por una parte había desidia, casi completo descontrol público sobre cómo funcionaba la Comisión Nacional de Acreditación; por otra parte, la Universidad del Mar estaba fuera del radar porque la mayor parte de sus veintidós mil alumnos eran de sectores medios y bajos. Ser pobre no es sólo carecer de recursos, es ser invisible para el poder. Implica «carecer de influencia para que los intereses y las preocupaciones de uno sean considerados por quienes tienen poder de decisión», como sostiene el abogado Fernando Atria (12). Para el sistema era invisible el endeudamiento en que incurría la mayoría de esos veintidós mil alumnos para estudiar; era invisible la mala educación que recibían y era invisible la consecuencia lógica de todo aquello: que al egresar no podrían pagar las deudas en que habían incurrido, porque aunque tenían un título universitario ese cartón no valía nada.
La actitud de seguir funcionando como si nada hubiese ocurrido se prolongó hasta que CIPER abordó al entonces ministro de Educación, Harald Beyer, a la salida de una reunión con la Comisión Nacional de Acreditación, el 23 de marzo de 2012, y lo obligó a pronunciarse. «Nos gustaría que Eugenio Díaz renunciara», afirmó el ministro (13). En esa misma entrevista Beyer dijo que les había planteado a los miembros de la CNA «que debían tener un código de ética que resuelva este tipo de problemas. En la CNA hay una discusión sobre si el contrato es ilegal o no, pero lo que se ha denunciado trasciende el comportamiento que se espera de una institución como ésta. No se debe permitir este tipo de cosas».
¿Por qué no le había pedido él mismo la renuncia a Eugenio Díaz? Porque no podía: «No tenemos ninguna posibilidad de hacerlo, no están los instrumentos. Esta persona fue nombrada por un conjunto de instituciones y se hubiera esperado que ese mismo conjunto de instituciones le hubieran pedido la renuncia y hubieran nombrado un reemplazante», precisó el ministro Beyer, refriéndose a la Corporación de Universidades Privadas.
La falta de atribuciones ministeriales fue subsanada por la presión comunicacional y Eugenio Díaz finalmente renunció. En su carta de despedida a la CNA argumentó que quería libertad para demostrar su inocencia en los tribunales. Sin embargo, a partir de ese momento, comenzaron a acumularse pruebas de sus negocios incompatibles con las universidades Uniacc, Pedro de Valdivia, Andrés Bello, Gabriela Mistral, SEK y Bernardo O’Higgins. También emergieron sus estrategias contables para no pagar los impuestos que correspondían por estos contratos, lo que redundó en que el Servicio de Impuestos Internos (SII) también se querellara en su contra.
La cantidad de instituciones que quedaron expuestas por sus relaciones con Eugenio Díaz dejó en evidencia el gran problema de haber hecho tan vulnerable la ley: ahora el sistema no sólo debía lidiar con la mala calidad formativa, sino también con la corrupción.
* * *
En este recuento de las primeras investigaciones de CIPER sobre Eugenio Díaz se ha omitido un actor central: los estudiantes.
A fuerza de multitudinarias marchas, la Confederación de Estudiantes de Chile, liderada por Giorgio Jackson (Pontificia Universidad Católica de Chile) y Camila Vallejo (Universidad de Chile), supo poner los problemas de la educación superior en el primer lugar de la agenda. Su principal bandera era la exigencia de una educación pública, gratuita y de calidad. La causa sedujo a un número creciente de chilenos y, en la elección presidencial de 2013, Michelle Bachelet volvió al poder blandiendo esa misma bandera. En su primer discurso, tras vencer con el 62% de los votos, se comprometió con la causa de los estudiantes:
Gracias a ustedes, especialmente gracias a los jóvenes, se han manifestado con fuerza las ansias de construir un sistema educativo público, gratuito y de calidad. A través del prisma de la educación, hemos sido capaces de soñar en grande y vislumbrar un Chile más justo. Esa bandera la tomamos ahora entre todos. Hoy ya nadie lo duda: ¡El lucro no puede ser el motor de la educación porque la educación no es una mercancía! ¡Porque los sueños no son un bien de mercado! ¡Es un derecho de todos y de todas!
Como tema de investigación periodística, el lucro tenía la ventaja de ser muy evidente. Si bien respecto de los actos irregulares de Eugenio Díaz parecía no haber una norma específica que condenara sus negocios, sí había un artículo en la ley que permitió la creación de universidades privadas (1981) que prohibía el lucro y era muy claro: estas instituciones debían ser siempre corporaciones sin fines de lucro (14). ¿Qué significaba esto? En esencia, que los controladores de las universidades no podían hacer negocios con ellas, esto es, no podían retirar utilidades y destinarlas a sus gastos personales o a otros emprendimientos. Tampoco las podían vender. El legislador parecía haber esperado que todas las utilidades que obtuvieran las universidades se reinvirtieran en ellas mismas. Los estudiantes argumentaban —y la idea parece razonable— que si eso se hubiera hecho con los miles de millones de pesos aportados por el Estado y por las familias (a través del pago de aranceles), es posible que las decenas de universidades que en ese momento estaban siendo cuestionadas por su calidad hubieran llegado a ser mejores instituciones.
Antes de comenzar a indagar el tráfico de acreditaciones que montó Eugenio Díaz, CIPER ya había realizado otras dos importantes investigaciones que mostraron la verdadera circulación del lucro en el sistema. La primera, sobre el intento de venta de la Universidad Central en 45 millones de dólares (negocio que se frustró en parte debido a ese mismo reportaje), ilustraba cómo, pese a la prohibición de lucrar, empresarios con buenos equipos de abogados podían hacer que la venta del control de una universidad apareciera como un simple cambio de nombres en un directorio. Sin dinero de por medio. (15)
La segunda investigación ahondó en los negocios que habían realizado los controladores de las universidades Las Américas y Santo Tomás (16). Esos negocios se describirán en detalle en el capítulo 6 de este libro, pero en este punto es importante destacar que sólo se pudieron ejecutar porque la ley tenía, nuevamente, una fractura y grandes fortunas se descolgaban a través de ella. El lucro estaba prohibido, pero no había un reglamento que lo conceptualizara y que además sancionara la violación de la norma. Había, además, un absoluto vacío sobre qué organismo del aparato público debía cautelar que eso no ocurriera, es decir, quién debía reaccionar cuando en la prensa se decía que una universidad se había vendido en 45 millones de dólares. Frente a ese forado de la ley, los funcionarios públicos se podían encoger de hombros y sostener que ése no era un problema que les concerniera.
Como la ley no especifica qué se entiende por lucro, en un gran número de casos, que son los que constituyen el cuerpo de investigación de este libro, los dueños de las universidades crearon redes de sociedades con las que contrataron servicios para sus mismas instituciones a precios exorbitantes. Y a través de esas empresas —que sí podían lucrar— sacaban las ganancias. El rubro más lucrativo fue el inmobiliario. El resultado fue que muchas universidades, que gozaban de robustos flujos de dinero, al momento del balance tenían grandes pérdidas y deudas con sus dueños. Incluso universidades que tenían en su origen un sólido patrimonio inmobiliario, paulatinamente lo fueron perdiendo al ser traspasada la propiedad de los edificios en que funcionaban a inmobiliarias de sus mismos dueños, que a su vez le cobraban a la universidad altos cánones de arriendo por su uso.
Como se ilustrará con el modelo de negocio de la Universidad del Mar, muchas instituciones no eran otra cosa que inmobiliarias con fachada académica. Detrás de estas «universidades» había una enorme red de ductos perfectamente afanados para succionar gran parte de los recursos que entraban, dejando lo mínimo para el funcionamiento. Esta red de ductos era el verdadero corazón y sentido de esos centros educacionales.
Quienes operaban de ese modo decían públicamente que las universidades no lucraban. Que las que lucraban eran las empresas, en general inmobiliarias. Todo era, otra vez, perfectamente legal. Esta interpretación se impuso por más de veinte años. Y en democracia se asumió, en los hechos, que este enorme vacío en la norma era como si se hubiera derogado la ley que prohibía el lucro en las universidades.
Ninguna autoridad se vio impelida a reaccionar ante la innumerable evidencia pública de que las universidades lucraban. La venta de la Universidad de Las Américas es un ejemplo. En Chile, el comprador, el Grupo Sylvan International, dijo que la operación era una «alianza». Pero al informar a la Securities and Exchange Commission de los Estados Unidos, (17) donde las imprecisiones pueden llevar a la cárcel, usaron los verbos «comprar» y «adquirir». Su declaración era fácilmente accesible por Internet y decía así:
El 12 de diciembre de 2000, la Compañía adquirió al contado el control en Desarrollo del Conocimiento S.A, un holding que controla y opera la Universidad de Las Américas (UDLA) en Chile. El precio de compra ascendió a us$26 millones, incluyendo los costos de adquisición de $1,7 millones. De esos us$26 millones, $13 millones se pagaron en 2001 después de la finalización de los resultados de operación de la UDLA [del año] 2000.
En el desarrollo de sus investigaciones, el equipo de CIPER consultó a cuatro ex ministros de Educación de los gobiernos de la Concertación que estaban en ejercicio cuando se conocieron las ventas de las universidades Santo Tomás y Las Américas: ¿por qué no se investigó?
Mariana Aylwin, ministra entre los años 2000 y 2003, dijo:
No es que no hayamos sabido que eso existió, yo creo que todos saben que existió, lo que pasa es que se ajustaba a la ley. Además, la información que llega al ministerio se refiere a los cambios de estatutos, y aquí lo que hubo fue un cambio de socios. Y no hay en la legislación vigente la obligación de que se informe eso al ministerio. Es un tema muy difícil de fiscalizar, porque en rigor los traspasos que se hicieron cumplieron con la ley, no hubo retiro de excedentes, sino que hubo cambio de socios. Y la verdad es que, en ese momento, nuestra preocupación fundamental tenía que ver con crear un sistema de acreditación que resguardara la calidad.
Sergio Bitar, jefe de la cartera entre el 2003 y 2005, afirmó:
En los análisis que hicimos no había forma legal de contener aquello. Hice varias denuncias públicas que había que detener esto porque estaba violando el espíritu de la ley. Incluso en un momento pensamos en hacer alguna acción judicial. Pero en ese tiempo la preocupación era la Ley de Acreditación de Calidad y ampliar el acceso de los jóvenes a las universidades […] No había bases legales para poder actuar, no había mucho sustento si no cambiábamos las leyes.
Martín Zilic, quien asumió como ministro de Educación el 11 de marzo de 2006 y sólo estuvo cuatro meses en el cargo, señaló que se reunió con todos los rectores de las universidades privadas para explicarles que:
Había que hacer un cambio de la legislación porque se estaba torciendo la ley, se estaba trasgrediendo la ley en una forma legal. Hoy día sigue así. Esto no sólo le compete al ministerio, cualquier persona podría haber ido a los tribunales de justicia y haber dicho ‘mire sabe que…’ El problema es que la forma como se hace está muy bien pensada para evadir la ley.
Yasna Provoste, quien estuvo dos años en esa cartera desde 2006, explicó:
Lo más probable es que esto haya quedado radicado en la División de Educación Superior del ministerio, y por lo menos a mí en ese momento no se me comentó nada. Además, durante mi período nosotros estuvimos dedicados una buena parte de nuestro tiempo a la reforma legislativa en el Parlamento, producto de la derogación de la LOCE, entonces yo por lo menos no tuve conocimiento. Ni el jefe de la División de Educación Superior ni la subsecretaria me informaron, porque tú comprenderás que el ministro no está viendo por Internet las cosas. No son esos sus canales de información habituales.
Así, al mismo tiempo que los ministros fueron pasando, la ley siguió intacta y vulnerada en su espíritu. Esta situación llegó al extremo cuando el Presidente Sebastián Piñera designó en la cartera de Educación a Joaquín Lavín. A él no sólo le constaba que el lucro se hacía a través de artimañas, sino que él mismo había hecho uso de ellas durante varias décadas, pues era socio fundador de una universidad privada: la Universidad del Desarrollo.
Al ser cuestionado por esto negocios en el programa de televisión Tolerancia cero de Chilevisión, Joaquín Lavín respondió: «Éstas no son martingalas para sacar la plata. Una cosa es la universidad y otra cosa es la inmobiliaria». Fernando Villegas insistió: «Usted puso plata para su universidad. ¿La perdió o ha ganado plata?». «La he recuperado», respondió Lavín. Y agregó: «Hay personas que son los fundadores y que arriesgan su patrimonio y su trabajo. Yo he estado 21 años trabajando en eso y hemos creado una gran universidad». Eludió así decir cuánto dinero había retirado como socio de esa universidad.
La Comisión Nacional de Acreditación era un eslabón central en ese modelo. Sin su acreditación, se detenía la imprescindible inyección de recursos públicos que muchas de estas instituciones necesitaban para ser buenos negocios. De modo que resultó natural que, a medida que avanzaban las investigaciones de CIPER sobre las operaciones de Eugenio Díaz, el objeto de búsqueda fuera confluyendo hacia las fortunas que se amasaban en un área donde por ley nadie debía enriquecerse.
Reportear tanto la venta de acreditaciones de Eugenio Díaz, como el negocio que hacían los dueños de las universidades con los dineros de los aranceles y del Crédito con Aval del Estado, resultó una tarea muy desafiante que mantuvo al equipo de CIPER trabajando por cerca de tres años. El resultado fue la producción de más de una veintena de reportajes que abordaron desde el fuerte endeudamiento en que quedaban los alumnos tras estudiar en instituciones de mala calidad, hasta los vacíos legales que habían usado universidades como la San Sebastián o Las Américas para lucrar. Desde las deficiencias de una Prueba de Selección Universitaria (PSU), que abría las puertas de las mejores instituciones a los que tenían más recursos y no a los más capaces, hasta el sinsentido de un sistema de donaciones que terminaba entregando más recursos a quienes más dinero tenían.
Una y otra vez, junto a la displicencia de la autoridad, aparecía esta otra desagradable melodía: la inequidad, la segregación, la invisibilidad del abuso sobre los más vulnerables. Cuando esa melodía aparece en la educación, significa que una nueva generación está siendo condenada a vivir las mismas indignantes diferencias.
El trabajo de CIPER buscó explicar cómo funcionaba el sistema paso a paso. Pero también —y tal vez eso es lo que lo hace vigente— describió por qué había fallado: cómo los intereses particulares, los prejuicios ideológicos y las prácticas anómalas pero «perfectamente legales» se conjugaron en contra del Estado, perjudicando a los más vulnerables y también la fe pública.
En pocos organismos esos problemas resultaron tan evidentes y trascendentales como en la Comisión Nacional de Acreditación, institución creada para llevar adelante el sueño de dar educación superior a los más pobres y donde Eugenio Díaz terminó imponiendo su voluntad.
El poder de la Comisión Nacional de Acreditación
Cuando CIPER comenzó a investigar el sistema de acreditaciones, la Comisión Nacional de Acreditación era una institución desconocida para la mayoría de los chilenos. No hay que extrañarse de eso. Los lugares donde de verdad se concentra el poder no son fosforescentes ni tienen grandes carteles. La CNA tenía control sobre la inversión más importante que Chile ha hecho en educación superior en su historia y, sin embargo, era extremadamente opaca.
Como su misión era verificar y promover la calidad de las instituciones de educación superior, desde su entrada en funcionamiento en 2007 más de cien universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica se habían sometido a su escrutinio. Le mostraban sus balances, sus programas de estudio, la cantidad de egresados y de alumnos que habían desertado. La CNA enviaba a sus inspectores —llamados «pares evaluadores»— a verificar la información en terreno y con esos y otros datos sus consejeros decidían si acreditaban o no.
Ninguna institución estaba obligada a dejarse inspeccionar por la CNA. Pero la mayoría se sometía a ese escrutinio porque era la única vía para acceder a un cuantioso fondo público, el Crédito con Aval del Estado (CAE): dinero rápido, seguro y abundante que el Fisco entregaba a las instituciones a través de los bancos. En ese hecho residía el enorme poder de la entidad de la que Eugenio Díaz llegó a ser presidente.
El CAE era un crédito con altas tasas de interés que los alumnos debían pagar a instituciones bancarias al terminar sus estudios. Estaba destinado a los jóvenes de los quintiles más bajos y les permitía financiar todos los años de carrera que requirieran. No necesitaban tener un aval ni dejar nada en garantía ni estudiar una carrera rentable. La única condición era que usaran ese dinero en establecimientos acreditados, pues el Fisco buscaba evitar que se desperdiciaran recursos en entidades poco serias. La razón era evidente: la única posibilidad de que los alumnos pobres devolvieran esos créditos tan caros estaba en que recibieran una educación de buena calidad y accedieran al egresar a buenos puestos de trabajo. De ahí la importancia de que la Comisión Nacional de Acreditación hiciera evaluaciones correctas y marginara a los establecimientos deficientes.
Instituciones de educación superior deficientes había muchas en Chile, pues hasta la creación de la Comisión Nacional de Acreditación el Estado no tenía —no quería tener, en realidad—(18) la capacidad de controlar el tipo de universidades o institutos que se creaban. Como resultado de eso, había decenas de organizaciones montadas en locales precarios y con profesores mal pagados, cuyos dueños esperaban que una creciente matrícula —motivada por el deseo de miles de jóvenes de acceder a un título profesional como vehículo de ascenso social— les hiciera rendir el negocio, obtener utilidades y por qué no, eventualmente, ofrecer buena educación. (19)
Por supuesto, se necesitaban varias generaciones de egresados para alcanzar el punto de equilibrio. Y demasiadas veces ni siquiera así lo conseguían y estos negocios desaparecían de la noche a la mañana, después de años de entregar mala formación. Según datos del Consejo Nacional de Educación (CNED), entre 1990 y 2013 se cerraron 130 centros de formación técnica, 34 institutos profesionales y 17 universidades. Aunque resulte sorprendente, no hay recuentos oficiales de la cantidad de alumnos que quedaron a la deriva con títulos incompletos como consecuencia de estos negocios fallidos. El costo de esa forma de organizar la educación debían pagarlo las familias (normalmente los más pobres eran quienes terminaban en las instituciones más débiles) y la autoridad no estaba interesada ni siquiera en dimensionar ese problema.
La creación de la Comisión Nacional de Acreditación, al menos en el papel, implicaba un giro respecto de esa actitud. Al entregarle la misión de verificar la calidad de la enseñanza y amarrar el resultado de esa calificación con la seductora carnada del CAE, el Estado parecía querer garantizar a los más pobres la posibilidad de educarse en organizaciones que valieran la pena. Y tan importante como eso, parecía que el Estado había decidido apoyar a las instituciones de calidad —las acreditadas— para que dominaran el sistema. Esto debido a que el efecto práctico del Crédito con Aval del Estado era hacer que miles de estudiantes pobres tuvieran el dinero para pagar, es decir, se volvieran clientes solventes.
A ese enorme nuevo mercado creado con el Crédito con Aval del Estado sólo tenían acceso las instituciones acreditadas. Las otras, «sin acreditación», quedaban restringidas a capturar familias que podían pagar las carreras con sus propios recursos o a través de deudas bancarias, es decir, familias de sectores medios y altos. Un mercado pequeño y exigente. Este hecho muestra que, aunque las instituciones no estaban obligadas a acreditarse, en la práctica sí lo estaban.
Los 568.552 millones de pesos que distribuyó la Comisión Nacional de Acreditación entre 2006 y 2012 venían entonces del Crédito con Aval del Estado. Y el efecto de esa inyección de recursos fue una fuerte expansión del acceso a la educación superior en los quintiles más pobres (20). Pero a medida que la industria crecía hacia ese grupo social, también se hacía muy dependiente de las decisiones de la CNA. Entidades como la Universidad Santo Tomás, que tenía al 75% de sus casi 7.000 matriculados de primer año pagando sus mensualidades con CAE, o como la Universidad Autónoma, donde lo hacía el 74% de sus matriculados de primer año, (21) no podían permitirse perder la acreditación. Sin el CAEla mayor parte de sus alumnos simplemente serían incapaces de pagar sus aranceles y la entidad colapsaría.
Si por 105 millones pesos, la suma que le cobraba Eugenio Díaz por acreditarla, la Universidad del Mar se libraba de ese estrés por cuatro años, se entiende que la cifra no representara en lo absoluto un costo elevado en su modelo de negocios.
Pero la Comisión Nacional de Acreditación no sólo tenía control sobre el dinero del Fisco. Sus dictámenes constituían también una señal para quienes pagaban la educación de sus hijos de su propio bolsillo o con carísimos créditos bancarios. Si la CNA acreditaba a una institución por cuatro años, las familias entendían que el Estado avalaba la calidad de esa universidad. Si decía que la acreditaba por cinco años, se podía colegir que la confianza era mayor.
Debido a eso, instituciones enfocadas en educar a la élite chilena, como las universidades Los Andes, Adolfo Ibáñez o Gabriela Mistral, entre otras, aunque casi no tenían alumnos que necesitaran la ayuda del Crédito con Aval del Estado, también hacían grandes esfuerzos por tener la anuencia de la Comisión Nacional de Acreditación. Su ambición era acercarse al máximo de acreditación: los siete años que ostentaban la Universidad de Chile y la Pontificia Universidad Católica. Si la CNA le daba seis años a la Universidad Adolfo Ibáñez, la señal para las familias era clara: estudiar ahí no era muy diferente a estudiar en la Católica. Y si la Universidad Autónoma, propiedad del ex ministro de Justicia de Sebastián Piñera, Teodoro Ribera, obtenía cinco años, el mensaje era que matricularse ahí era casi como estudiar en la Adolfo Ibáñez y muy parecido a estudiar en la Chile. (22)
Por supuesto, la revisión detallada de cada universidad mostraba que las distancias entre esas instituciones eran enormes. Pero la publicidad no se fijaba en esos detalles. Y muchos postulantes, sobre todo los de las familias que por primera vez llegaban a la educación superior, eran seducidos por la publicidad y no tenían cómo ver las diferencias.
La fuerte incidencia del prestigio académico terminó generando otro pujante negocio. Así fue cómo emergió una decena de instituciones privadas que se dedicaron a acreditar las cientos de carreras que ofrecía el sistema de educación superior y que necesitaban diferenciarse unas de otras (23). Estas agencias eran supervisadas por la Comisión Nacional de Acreditación. De ese modo, el organismo dirigido por Eugenio Díaz administraba la fe pública del sistema influyendo en la dirección que tomaba otra enorme cantidad de dinero: el gasto privado en educación superior, un monto que no ha parado de aumentar desde 1990.
El negocio que se montó con todos los recursos públicos y privados fue simplemente descomunal. De acuerdo a información oficial proporcionada en 2010 por la Superintendencia de Valores y Seguros (SVS), la suma de los ingresos de operación de las instituciones universitarias alcanzaba aproximadamente unos dos billones y fracción de pesos chilenos (unos cuatro mil millones de dólares). Esta cifra representa un 2,05% del producto interno bruto, de acuerdo a los datos del Banco Central de Chile. (24)
María José Lemaitre, (25) una de las voces más autorizadas en materia de educación superior chilena, graficó así para CIPER la magnitud de ese negocio en 2011:
Éste es un negocio redondo. ¡Mueve mucha plata! Saquemos una cuenta simple con una universidad chica de 14 mil alumnos. Si cada uno paga 3 millones de pesos al año, la universidad recibe 42 mil millones. Y si ésta tiene profesores a los que les paga ocho meses al año (porque están contratados por semestre y así se evita el pago de vacaciones y prestaciones), y una biblioteca más o menos básica y más encima consigue unas cuantas donaciones, sobran cerca de la mitad de esos 42 mil millones.
Para María José Lemaitre, además, la época dorada de este negocio había sido extremadamente larga:
Me acuerdo que el rector de una universidad privada me dijo hace unos diez años: ‘Este es un negocio tan espectacular, que no puede durar’. Hace como quince días me vino a ver y le dije: ‘Bueno, ¿y cómo va el negocio? Tú dijiste que se iba a desinflar’. ‘Sigue igual de bueno’, me contestó. (26)
Una cifra entregada por la Contraloría General de la República grafica cuán importante era la inyección de dinero fiscal para que el negocio de las instituciones privadas de educación superior siguiera creciendo (acrecentado a partir de la puesta en vigencia del Crédito con Aval del Estado). El 2013 las universidades privadas obtuvieron el mayor nivel de financiamiento estatal del sistema (integrado por 166 universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica) al recibir el 22,7% del total (1.239 millones de pesos) «debido principalmente al Crédito con Aval del Estado».
En ese mismo informe se destaca que el financiamiento fiscal que recibieron en ese mismo año 2013 las universidades privadas Andrés Bello, San Sebastián, Santo Tomás, Autónoma, Las Américas, Mayor y Diego Portales, los institutos profesionales Duoc UC, AIEP y Chile, además de los centros de formación técnica Inacap y Santo Tomás, superó siete veces el que recibieron 16 universidades estatales. (27)
Tan primordial era y es el poder de la Comisión Nacional de Acreditación para que el negocio siguiera rentable, que en el año 2014 el rector de la Universidad Mayor, Rubén Covarrubias, la acusó de ser un emperador que «con el dedo pulgar extendido, decreta la vida o la muerte de una institución». (28)
No es difícil entender entonces que, a medida que creció el poder de la Comisión Nacional de Acreditación, también creció la presión de las instituciones por influir en las decisiones de ese organismo y, de alguna manera, dejar clavado el pulgar del emperador hacia arriba.
No les tomó mucho tiempo lograrlo y Eugenio Díaz jugó un rol determinante en esa tarea.
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