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Tanto que hablamos de Raúl Ruiz, pero tan poco que sabemos de él. Este libro se centra en las películas que Ruiz filmó antes de partir al exilio en 1973 -desde su debut con La Maleta, cortometraje que realizó en 1963, hasta Diálogo de exiliados, la primera película que filmó en Francia, en 1974, pero que por su temática y estilo cierra su etapa chilena- y registra un Chile peculiar que nos devela a un personaje fascinante.
Parte con el genio joven en Concepción de los años 60 y avanza luego por el escritor de obras de teatro, el cineasta primerizo que se atreve en Santiago, el hombre que se va haciendo un nombre y forma una pandilla de amigos y seguidores, el poco ortodoxo militante político, el artista que abandona el país después del golpe, el inmigrante europeo que no solo se exilia de Chile sino también de los chilenos.
Al retratar a Ruiz y a los trabajos de su «etapa chilena», el texto refleja inevitablemente al Chile que habitó en esos años, un país que ya no existe.
En este libro habla el propio Ruiz, y mucho. La autora lo entrevistó varias veces, en conversaciones donde a él siempre se le cuela Chile. Pero también hablan otros, y mucho. Una historia coral donde distintas miradas, de tanto enfocarse persistentes en el pasado, terminan armando la crónica de toda una generación.
Aquí nos sumergimos en el cine de Ruiz. Sus ideas, sus obsesiones, su método. Pero se entiende también y sobre todo a la persona. Es un relato cercano, humano. Que disfrutarán no solo los cinéfilos y los seguidores de Ruiz, sino también los que persiguen las buenas historias y aquellos que, desde las orillas más insospechadas, buscan entender quiénes somos -en lo luminoso y en lo oscuro- los chilenos.
«Este libro es una fiesta, verdaderamente. Viene a llegar un vacío impresentable sobre el trabajo de uno de los más grandes cineastas de la historia, solo comparable, como le gusta decir a Jonathan Rosenbaum, otro ruiciano formidable, con Orson Welles».
Gonzalo Maza.
Periodista de la Universidad de Chile y crítica de cine. Ha escrito en los diarios La Época y El Mercurio, y en revista Qué Pasa, donde fue editora de la sección de Cultura. Textos suyos han sido publicados en los libros Crónicas de carnaval (Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, 2006); El cine de Raúl Ruiz (Uqbar, 2010) y El mejor periodismo chileno 2011 (Universidad Alberto Hurtado, 2012).
EL JOVEN RAÚL
Por Gonzalo Maza
Hay pocos personajes más misteriosos en la historia de nuestro cine que Raúl Ruiz. Digo esto porque una de las características más atractivas y seductoras de su personalidad, para quienes lo conocieron desde muy temprana edad, fue la sensación de estar frente a un completo enigma.
Pero las palabras misterio y enigma no parecen hacerle justicia a Ruiz. Solo en parte. Solo al comienzo. O, si se quiere, solo al final y en su totalidad. No hay que recorrer mucho entre los testimonios de quienes lo conocieron para estar de acuerdo en que conocer a Raúl Ruiz fue una experiencia transformadora, pero no desde su elocuencia ni pedagogía, sino que desde su pura presencia. Tenerlo cerca o hablar con él era como estar asomándose a una especie de portal de la historia de la humanidad en el que, en lugar de respuestas, uno solo podía encontrarse con más preguntas: el gran catálogo de preguntas que se han hecho todas las personas y todas las culturas y civilizaciones y comunidades y artistas y escritores a través de todos los tiempos. Uno podría decir que conversar con Ruiz, o trabajar con él, era como jugar ajedrez con Borges. Pero con una copita de vino y con repentinos cagaderos de risa.
Recuerdo que la primera vez que conocí a Raúl Ruiz fue precisamente con Yenny Cáceres, en Buenos Aires. Fue en una de las versiones de Bafici en el que se hicieron retrospectivas parciales de su obra. Debe haber sido en el 2004. Yenny y yo éramos parte de la audiencia de una sala del Teatro San Martín donde no cabía un alfiler (cómo admiraremos siempre la cinefilia porteña). Yo me había vuelto ruiciano en Austin, Texas, en 1999, cuando revolvía la biblioteca de mi universidad buscando VHS de sus películas y las veía boquiabierto. La posibilidad de ver más de ellas me parecía una aventura como las de La isla del tesoro: si había que viajar a otros países o hacerse amigo de piratas, no dudaría en hacerlo.
Ruiz se encontraba en la sala y una de las primeras sorpresas al terminar la función fue descubrir que, a diferencia de cuando venía a Chile, estaba muy llano a explicar sus películas y contar anécdotas de filmación. A la salida de la función nos encontramos con Yenny, y en nuestra infinita juventud los dos compartimos nuestro entusiasmo por hacer un libro o un documental sobre su carrera (ella un libro, yo un documental). Recuerdo que muy torpemente se lo dijimos, y su respuesta fue un tanto agria: “Y así con ese proyecto tienen algo para postular a un Fondart”. Al menos en mi caso, la risa se transformó en mueca. Fui una temprana víctima de una talla ruiciana.
Ahora veo que Yenny fue mucho más fuerte y decidida que yo y terminó este libro extraordinario. Este libro es una fiesta, verdaderamente. Viene a llenar un vacío impresentable sobre el trabajo de uno de los más grandes cineastas de la historia, solo comparable —como le gusta a decir a Jonathan Rosenbaum, otro ruiciano formidable— con Orson Welles. Lo que van a encontrar en las próximas páginas es un dedicado relato de los años chilenos de la carrera de Raúl Ruiz (que terminaron en su primera etapa con el golpe militar de 1973) y, luego, un necesario apéndice sobre Diálogo de exiliados, su controversial película rodeada de mitos y maledicencias creados por quienes no aguantaron verse retratados en ella.
Hay algo muy chileno en pensar que las mejores películas de Ruiz son las que hizo en Chile, y aunque esto es difícil de comprobar, me parece que al menos podemos decir que la etapa chilena es una muy inspirada prehistoria de su cine posterior. Como bien relata Yenny Cáceres, la alambicada habla chilena, arraigada manera de expresarnos que nos hace ininteligibles para el resto de América Latina, es tomada por Ruiz en todo el esplendor de su poética, y es puesta en escena en un momento histórico en que además nos ahogábamos en la retórica. El gesto de Ruiz es simultáneamente poético y político, y el esplendor de su trabajo resuena hoy a pesar de lo fragmentado que es acceder a muchas de estas películas (algunas nunca terminadas; otras, como El realismo socialista, amputadas).
Quizás podemos decir que todo lo que Raúl Ruiz hizo después en su madurez como cineasta fue traducir la sintaxis del habla chilena a imágenes.
El 2007 fui invitado por Javier Sanfeliú a ¿actuar? en un radioteatro que Raúl Ruiz hizo en radio Concierto para conmemorar los 50 años de la muerte de Gabriela Mistral. Se llamaba Los cinco sentidos. Aunque en él participaban contemporáneos suyos como Ángel Parra y Carlos Flores, muchos de los que estábamos ahí teníamos entre 25 y 35 años. Al escucharnos leer sus textos, recuerdo a Ruiz decir: “Este país ha cambiado mucho la manera de hablar”. Lo comentaba con un tono nostálgico.
El modo de hablar fue lo que se llevó Ruiz en su mochila al irse al exilio y fue lo que vino a encontrar cuando regresó. Mucho de esa manera de hablar había desaparecido. Como tantas otras cosas.
Hay algo fascinante en el relato que construye Yenny en las siguientes páginas, y tiene que ver con reconstruir eso que ha desaparecido. No solo es una manera de hablar; es también un país alegre e irresponsable. Un país lleno de esperanzas, algo ingenuo, pero sobre todo —tarde llegaríamos a descubrir— un país conejillo de indias. Un país que fue el experimento social del mundo. Eso nos pasaría una y otra vez (desde la vía chilena al socialismo hasta los Chicago Boys), y es mérito de este libro correr un velo y mostrar que Ruiz fue uno de los primeros en descubrirlo: nuestro papel estaba en poner en escena el sueño social de otros países. Eso explica que, cuando fracasa el gobierno de Allende, tantos sueños fracasan simultáneamente en tantas partes del mundo, y explica esa solidaridad generosa de tantos ciudadanos y autoridades de esos países. Ellos eran los espectadores; nuestro país era el escenario de esas utopías. Con sus películas, Ruiz no quiso ser parte ni de la puesta en escena utópica, ni de hacerse parte de esa solidaridad. Muy por el contrario: como buen chileno, desconfiaba. Pero, además, secretamente parece haber tenido muy claro desde siempre que lo único a lo que podía aferrarse era al modo de hablar y, en rigor, a las formas. Al cine mismo, el territorio por el que sentía ansias de explorar.
Las películas de Ruiz de esa etapa parecen entenderlo con una claridad que aún hoy es estremecedora.
Quiero decir una última cosa: soy un convencido de que es deber de todo ruiciano decente hacer algo que ayude a rescatar su obra dispersa por el mundo, o algo que ayude a difundirla o, como en el trabajo de Yenny, a entenderla. Las películas de Ruiz son un acervo cinematográfico que nos excede como cinéfilos y como chilenos. Su obra es tan rotunda que podemos estar seguros de que permanecerá viva y vigente por los próximos cuatrocientos o quinientos años. Nosotros, quienes estuvimos vivos cuando él estuvo vivo, tenemos un deber moral con el futuro. Este libro de Yenny Cáceres establece un estándar de lo mínimo que debemos hacer. Y creo que todos los demás debemos seguir su camino.
Un país perdido
La primera película que vi de Raúl Ruiz fue Palomita blanca. Se estrenó en 1992, cuando estaba en primer año de universidad. Era una película que se había filmado en 1973, en los agitados meses previos al golpe militar. Ruiz partió al exilio en Francia, pero alcanzó a dejarla lista. Los militares prohibieron su estreno y la película quedó guardada. Todos creyeron que la habían destruido, hasta que reapareció por milagro casi 20 años después.
Recuerdo haber hecho una larga fila para verla en el cine Huérfanos, uno de los tantos viejos cines del centro de Santiago que desaparecieron. Me voló la cabeza. Fue la primera vez que escuché a los personajes de una película hablar en chileno, con esa forma de hablar confusa, llena de vericuetos, que tenemos los chilenos. La sala estaba llena de jóvenes como los que protagonizan la película, una historia de amor entre una niña pobre y un chico rico en 1970, el mismo año de la elección de Salvador Allende como presidente de Chile.
Poco tiempo después la dieron por televisión, y cuando terminó me puse a llorar compulsivamente. No sabía si era por la fallida historia de amor o porque me provocaba una nostalgia que era incapaz de entender. Eran las imágenes de un país perdido, que no se parecía en nada a ese país oscuro que durante tanto tiempo nos habían machacado en nuestras cabezas, un país que fue borrado de la historia oficial. Era un país alegre, optimista, ingenuo incluso, también dividido, pero donde todo parecía un juego. Palomita blanca era un eslabón perdido del cine chileno, pero también era un lazo inesperado entre el Chile de la Unidad Popular y este país que volvía a la democracia.
Este libro es una crónica de un país que ya no existe. Está dedicado a las películas que Ruiz filmó antes de partir al exilio en 1973, desde su debut con La maleta, cortometraje que realizó en 1963, hasta Diálogo de exiliados, la primera película que filmó en Francia, en 1974, pero que por su temática y estilo cierra su etapa chilena.
Un recorrido por los años chilenos de Ruiz es también una exploración de cómo se hacía cine en esos años, con más entusiasmo que recursos, y donde Ruiz emerge como una figura excéntrica dentro del cine local, a contrapelo del cine más social y político que se imponía a fines de los 60 y durante los años de la Unidad Popular. Esta imposibilidad de someterse a etiquetas es otra muestra de su genialidad, tan temprana como avasalladora.
Escribir sobre Ruiz es también escribir sobre sus amigos. Este libro recoge testimonios de sus colaboradores, de sus actores y de sus amigos, cómplices incondicionales en esta aventura que era hacer cine en Chile en esos años. También incluye una serie de conversaciones con Ruiz, meses antes de su muerte.
En su último viaje a Chile, entre diciembre de 2010 y mayo de 2011, lo entrevisté para la revista Qué Pasa mientras preparaba el montaje de su obra Amledi, el tonto, que se presentaría durante enero en el Festival de Teatro Santiago a Mil. Fui a varios ensayos y nos juntamos a mediados de diciembre. Ese Ruiz era un sobreviviente. Estaba muy flaco, con su rostro chupado. Su camisa azul y su pantalón oscuro, que eran una suerte de uniforme, parecían quedarle una talla más grande. En marzo, tras terminar de filmar a duras penas la monumental Misterios de Lisboa, Ruiz se había sometido a un trasplante de hígado en Portugal, luego de que le encontraran un tumor.
Ruiz vivía una segunda oportunidad, pero sabía que la muerte estaba ahí, a la vuelta de la esquina. Cuando le pregunté por el tema de la muerte en esa entrevista, me respondió como lo solía hacer Ruiz, con una historia:
—Me lo planteo todos los días y no me lo voy a plantear estando enfermo. Si me lo planteo todos los días no puede ser muy terrible, porque es como dicen muchos cuentos del campo: un día vino una viejita para instalarse con una mediagua al fondo del patio, en el jardín, y se quedó ahí un tiempo y después un día la encontré que estaba instalada en la cocina, después se instaló en una pieza y después estaba al lado de mi cama, y ahí me di cuenta de que era la muerte. Esperemos que la viejita siga en el jardín.
Poco después, todavía convaleciente de su enfermedad, Ruiz filmó La noche de enfrente, que se convertiría en su última película y que, secretamente, era su forma de despedirse de Chile. Ese verano lo contacté para este proyecto; le conté que buscaba repasar sus años chilenos, los comienzos de su carrera antes del exilio. Ruiz estaba al tanto de un artículo que había escrito sobre La maleta en El cine de Raúl Ruiz, un libro con ensayos críticos de su obra, y, para mi sorpresa, lo había leído y le había gustado.
Me pidió que nos juntáramos en marzo, porque estaba en medio de la preparación de La noche de enfrente. Nos reunimos durante tres sesiones, entre marzo y abril de 2011, siempre los días sábado, a las 11 de la mañana, en su departamento de calle Huelén, en Providencia, donde vivió con sus padres durante su juventud, y su refugio cada vez que volvía a Chile después de radicarse en Francia.
Este Ruiz lucía mucho más repuesto que el que había entrevistado hace un par de meses. Había ganado peso y hasta bromeaba con que debía ponerse a dieta. Como siempre, entrevistar a Ruiz era someterse a una sesión de historias, digresiones y citas de autores que hacían que cualquier interlocutor quedara asombrado. Me habló de películas inconclusas que quería retomar, como El tango del viudo (1967), de proyectos que realizaría durante los próximos dos años, de una nueva obra de teatro que estaba escribiendo para Santiago a Mil.
Un mes después de la primera sesión, Ruiz reconocía que estaba cansado. Durante ese tiempo había estado supervisando el rodaje de La noche de enfrente. Que la cita fuera un sábado de Semana Santa, más que una falta de religiosidad, en el caso de Ruiz era la prueba de lo que siempre se decía: era un director que no descansaba nunca.
En nuestro último encuentro, a fines de abril, la gata Copa estaba inquieta. Era una gata enorme, blanca, herencia de su madre, que se paseaba por entre las piernas de Ruiz y que nos había acompañado, serena e inmutable, recostada en un sillón, en cada una de las sesiones. Esta vez la gata Copa maullaba con insistencia. Estaba inquieta. Ruiz me dijo que la gata intuía que él estaba por partir. Dos días después, Ruiz viajaría a Francia. Nunca más volvería a Chile. Murió en París, a los 70 años, el 19 de agosto de 2011.
“Cuando los amigos se empiezan a morir, es como si el mundo se empezara a apagar”. Esa frase me la dijo Jaime Vadell, actor y colaborador de Ruiz en Tres tristes tigres, su primer largometraje, ese debut fundacional, en 1968, que vino a romperlo todo y que aún no ha sido superado en el cine chileno. Este libro es un intento por evitar que ese mundo se apague.
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